Por Sergio Sinay
En enero de 2010, el jefe de la policía iraní
Ahmadi Moghaddam confesó, sin ningún prurito, que "las nuevas tecnologías
nos permiten identificar a los conspiradores y a los que están violando la ley
sin necesidad de controlar a toda la población individuo por individuo".
Donde este funcionario decía conspiradores, otros controladores de estas
tecnologías podrían decir consumidores, usuarios, aficionados, partidarios.
Cuando hace pocas semanas quedó en claro, debido al escándalo de Cambridge
Analytics y su manipulación de datos de 50 millones de personas con fines
políticos, que Facebook es ante todo un reservorio para la cosecha y posterior
tráfico y negociación de datos personales, se derrumbó el mito de la
neutralidad de Internet. Ni esta ni otras redes sociales (o buscadores, como
Google) tienen como primer propósito servir a la comunicación e información o
crear comunidades humanas, sino recopilar antecedentes de sus usuarios
(búsquedas, gustos, hábitos de conexión y navegación, posteos, contenidos de correos
electrónicos) para personalizar luego campañas publicitarias, políticas, o del
fin que se ofrezca. Una vez recogida, esa información convierte al internauta
en un blanco (eso significa target) sobre el cual disparar. O, si se quiere ser
menos crudo, sobre el cual influir, empujar en cierta dirección y hacerle mirar
ciertas cosas mientras se le ocultan otras. Eso se llama Big Data. Y nada tiene
de neutralidad.
Lo que ocurrió con Cambridge Analytics y Facebook
no es inocente, a pesar del tardío, oportunista y poco creíble arrepentimiento
de Mark Zuckerberg, creador de la red social. Solo que esta vez fue, además de
grosero, denunciado. Y tampoco es novedoso. Pensadores, ensayistas y
especialistas en el tema lo vienen advirtiendo desde hace tiempo, entre ellos
Evgeny Morozov, Nicholas Carr, Tristan Harris o José Van Dijck (investigadora
holandesa, conviene aclararlo dado su nombre de pila). Para estar a tono, el
lector puede googlearlos para seguir sus libros y escritos. De manera que los
usuarios escandalizados o que se sientan ofendidos estarían pecando, en cierto
modo, de ingenuidad o desinformación, lo que se sería paradójico en este caso.
El uso indiscriminado y adictivo de las redes
sociales es pornográfico, como lo califica el filósofo alemán de origen coreano
Byung-Chul Han (en libros como La sociedad de la transparencia, En
el enjambre o Psicopolítica). Todo está a la vista, todo
está explícito, no hay metáfora, no hay misterio, no hay recato ni pudor.
"Cada uno es su propio panóptico", dice Han, en referencia a la
prisión así llamada e imaginada por el filósofo británico Jeremy Bentham en
1791, cuyo diseño permite al carcelero observar a todos los prisioneros sin que
estos sepan si los vigilan o no. En su defensa Zuckerberg y sus colegas podrían
decir que ellos no roban datos, puesto que los usuarios los entregan voluntaria
y profusamente en cada interacción. Ellos solo comercian y manipulan tales
datos, pero sin coacción. Así, lo que el Gran Hermano de 1984, la
clásica y vigente novela de George Orwell (1903-1950), obtenía por medio de la
intimidación, la persecución y la violencia, se consigue hoy amable y
graciosamente.
La culpa no es del chancho, dice el viejo refrán.
En este caso sí lo es, pero hay además una gran responsabilidad del que le da
de comer, del que elige vivir en las redes antes que en la vida real, del que
se desprotege arrojándose a un mundo virtual olvidando que su existencia
encontrará sentido en el mundo real, el de experiencias intransferibles, el de
prójimos de carne y hueso. Usar las redes e Internet es una cosa. Ser usado es
otra. Encontrar la diferencia es importante.
© La Nación
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