Por Javier Marías |
El único periodo en que estuvo oprimido —el franquismo—, lo estuvo como el resto de la nación, empezando por Madrid, donde teníamos instalada la dictadura y donde por tanto era más difícil sustraerse a sus tropelías, incluidas las urbanísticas, a su represión y a su vigilancia, más cercanas que en cualquier otro sitio.
Pero ETA, que empezó en el tardofranquismo, fue más activa
que nunca después, durante la democracia, cuando el País Vasco estuvo tan
oprimido como el resto, es decir: nada. Desde hace unos siete años, cuando ETA
proclamó el cese de su “lucha” en la que los bravos soldados apenas corrían
riesgo, la gente de ese territorio ha vivido con libertad plena, esto es,
exactamente igual que desde 1978 —por poner una fecha—, aunque ETA y parte del
PNV (que ganaba elecciones y mandaba) se empeñaran en asegurar lo contrario.
Los derechos de los vascos son ahora los mismos que entonces, y ahora a pocos
se les ocurre que haya que “liberarlos”. La riqueza, que no fue escasa ni en
los llamados “años de plomo”, es más abundante que nunca, porque muchos
españoles y extranjeros, que antes preferían evitar esas tierras, se aventuran
allí sin sentir ya rechazo ni peligro. Florecen, así, el turismo y las inversiones,
y no hay empresas que huyen despavoridas.
Así pues, hay que preguntarse ahora qué es lo que ha
conseguido ETA y, sobre todo, por qué se dedicó a aterrorizar durante cuatro
décadas a las poblaciones vasca y española. Hoy hay jóvenes que ya lo ignoran
todo acerca de ese terrorismo, incluso en Euskadi. Bastan siete años para que
todo lo anterior parezca antediluviano, así va el mundo. Pero algunos estamos
acostumbrados a otro transcurrir del tiempo, y a recordar con nitidez. En
Madrid ETA atentó muchísimo, y los madrileños sobrellevamos su terror,
cotidianamente, a lo largo de cuarenta. Y qué decir de cómo lo sobrellevaban
los vascos. Bueno, unos lo celebraban, y contribuían a extenderlo. Otros lo
aplaudían desde sus casas y otros desde las calles, en las que actuaban como
matones y chivatos. “Nos hemos quedado con tu cara”, “Sabemos dónde vives”,
eran frases habituales dirigidas a los pocos que se oponían a los mafiosos
abiertamente. Una forma de intimidación descarada, sobre todo cuando era notorio
que no se trataba solamente de palabras. Una parte de los vascos se dedicó a
acusar, a delatar, a pintar dianas, a señalarle a la banda cuáles debían ser
sus objetivos. Y la banda no se sabe si obedecía o mandaba, pero lo frecuente
era que quien se veía apuntado acabara recibiendo un tiro, o una carta
exigiéndole dinero con el que “compensar sus delitos”, o que asistiera a la
voladura de su negocio o al repugnante boicot de sus vecinos. Y otra parte de
la población volvía la vista y callaba, por miedo o por ambigüedad. Las
víctimas y sus familiares eran execrados después de muertos o enlutados, no
bastaba con eliminar a alguien, además había que ensuciarlo.
Una porción de la sociedad vasca ha estado durante décadas
envilecida (en el peor de los casos) o acobardada (en el mejor, y no es bueno).
No estoy seguro de que el tiempo verbal que he empleado sea adecuado, porque
todavía se homenajea a lo grande a los etarras excarcelados y se vitupera a los
deudos de quienes fueron asesinados por ellos. Y todavía Podemos y los
independentistas catalanes hacen excelentes migas con los políticos bendecidos
por la banda (o a la inversa), a los que consideran “gente de paz”. ETA mató a
829 personas. Si se ponen a contar (una, dos, tres, cuatro…), el cómputo se les
hará interminable, hasta llegar a 829. Además de los muertos, están los
incontables heridos y mutilados, y los expulsados, y los amenazados, y los
amedrentados, los que han vivido con el pavor permanente; los que han temido
abrir el buzón y abrir la puerta, no digamos hablar en voz alta, hasta en el
bar o en la taberna, imagínense en el periódico o en el púlpito o en el aula.
Ha habido una telaraña de terror en todos los ámbitos, no muy distinta de la
que tejieron el nazismo, el stalinismo, la Stasi de la RDA o el franquismo de
los primeros quince años. ETA no tenía el poder oficial, pero actuó como si lo
tuviera, ante la lenidad o connivencia de personajes como Arzalluz. Desde que
se retiró, pocos se acuerdan de él y muchos ni siquiera saben quién es. Y sin
embargo son su rostro y su voz iracunda y achulada lo que se me aparece cuando
pienso en el País Vasco de todos esos años, la figura dominante del periodo.
ETA se disolverá de aquí a un mes, dicen. Pero para quienes
la padecimos no se disolverán sus injustificables crímenes; pertenecen a una
clase que jamás puede disolverse.
© El País (España)
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