jueves, 26 de abril de 2018

Cosas que no se disuelven

Por Javier Marías
Tuvimos noticias de ETA hace poco. La banda terrorista anunció que, antes del Mundial de Rusia para que éste no le robara protagonismo “internacional”, se disolvería o “desmovilizaría”, término que al parecer prefiere para dignificarse y asimilarse a un ejército o a una guerrilla. Siempre fue su empeño: presentarse como gudaris, como bravos soldados contra un invasor, haciendo caso omiso de que el País Vasco jamás fue invadido por España, a la que se unió voluntariamente hace siglos (primero a Castilla), con enorme provecho económico prolongado hasta nuestros días.

El único periodo en que estuvo oprimido —el franquismo—, lo estuvo como el resto de la nación, empezando por Madrid, donde teníamos instalada la dictadura y donde por tanto era más difícil sustraerse a sus tropelías, incluidas las urbanísticas, a su represión y a su vigilancia, más cercanas que en cualquier otro sitio.

Pero ETA, que empezó en el tardofranquismo, fue más activa que nunca después, durante la democracia, cuando el País Vasco estuvo tan oprimido como el resto, es decir: nada. Desde hace unos siete años, cuando ETA proclamó el cese de su “lucha” en la que los bravos soldados apenas corrían riesgo, la gente de ese territorio ha vivido con libertad plena, esto es, exactamente igual que desde 1978 —por poner una fecha—, aunque ETA y parte del PNV (que ganaba elecciones y mandaba) se empeñaran en asegurar lo contrario. Los derechos de los vascos son ahora los mismos que entonces, y ahora a pocos se les ocurre que haya que “liberarlos”. La riqueza, que no fue escasa ni en los llamados “años de plomo”, es más abundante que nunca, porque muchos españoles y extranjeros, que antes preferían evitar esas tierras, se aventuran allí sin sentir ya rechazo ni peligro. Florecen, así, el turismo y las inversiones, y no hay empresas que huyen despavoridas.

Así pues, hay que preguntarse ahora qué es lo que ha conseguido ETA y, sobre todo, por qué se dedicó a aterrorizar durante cuatro décadas a las poblaciones vasca y española. Hoy hay jóvenes que ya lo ignoran todo acerca de ese terrorismo, incluso en Euskadi. Bastan siete años para que todo lo anterior parezca antediluviano, así va el mundo. Pero algunos estamos acostumbrados a otro transcurrir del tiempo, y a recordar con nitidez. En Madrid ETA atentó muchísimo, y los madrileños sobrellevamos su terror, cotidianamente, a lo largo de cuarenta. Y qué decir de cómo lo sobrellevaban los vascos. Bueno, unos lo celebraban, y contribuían a extenderlo. Otros lo aplaudían desde sus casas y otros desde las calles, en las que actuaban como matones y chivatos. “Nos hemos quedado con tu cara”, “Sabemos dónde vives”, eran frases habituales dirigidas a los pocos que se oponían a los mafiosos abiertamente. Una forma de intimidación descarada, sobre todo cuando era notorio que no se trataba solamente de palabras. Una parte de los vascos se dedicó a acusar, a delatar, a pintar dianas, a señalarle a la banda cuáles debían ser sus objetivos. Y la banda no se sabe si obedecía o mandaba, pero lo frecuente era que quien se veía apuntado acabara recibiendo un tiro, o una carta exigiéndole dinero con el que “compensar sus delitos”, o que asistiera a la voladura de su negocio o al repugnante boicot de sus vecinos. Y otra parte de la población volvía la vista y callaba, por miedo o por ambigüedad. Las víctimas y sus familiares eran execrados después de muertos o enlutados, no bastaba con eliminar a alguien, además había que ensuciarlo.

Una porción de la sociedad vasca ha estado durante décadas envilecida (en el peor de los casos) o acobardada (en el mejor, y no es bueno). No estoy seguro de que el tiempo verbal que he empleado sea adecuado, porque todavía se homenajea a lo grande a los etarras excarcelados y se vitupera a los deudos de quienes fueron asesinados por ellos. Y todavía Podemos y los independentistas catalanes hacen excelentes migas con los políticos bendecidos por la banda (o a la inversa), a los que consideran “gente de paz”. ETA mató a 829 personas. Si se ponen a contar (una, dos, tres, cuatro…), el cómputo se les hará interminable, hasta llegar a 829. Además de los muertos, están los incontables heridos y mutilados, y los expulsados, y los amenazados, y los amedrentados, los que han vivido con el pavor permanente; los que han temido abrir el buzón y abrir la puerta, no digamos hablar en voz alta, hasta en el bar o en la taberna, imagínense en el periódico o en el púlpito o en el aula. Ha habido una telaraña de terror en todos los ámbitos, no muy distinta de la que tejieron el nazismo, el stalinismo, la Stasi de la RDA o el franquismo de los primeros quince años. ETA no tenía el poder oficial, pero actuó como si lo tuviera, ante la lenidad o connivencia de personajes como Arzalluz. Desde que se retiró, pocos se acuerdan de él y muchos ni siquiera saben quién es. Y sin embargo son su rostro y su voz iracunda y achulada lo que se me aparece cuando pienso en el País Vasco de todos esos años, la figura dominante del periodo.

ETA se disolverá de aquí a un mes, dicen. Pero para quienes la padecimos no se disolverán sus injustificables crímenes; pertenecen a una clase que jamás puede disolverse.

© El País (España)

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