Por Arturo Pérez-Reverte |
Sin embargo, el tiempo demuestra que no ocurre de
ese modo, pues toda vida –esto ya no lo dijo mi padre, sino que lo escribió
Scott Fitzgerald– es también un proceso de demolición. Los años implican
lucidez y evolución hacia lugares interesantes, pero incluyen estragos y
destrucciones en el paisaje y en uno mismo. Las inocencias se atenúan,
numerosas palabras que antes eran decisivas empiezan a escribirse con letra
minúscula, y personas que tuvieron peso extraordinario en tu vida se alejan, o
cambian como también tú lo haces, o sencillamente mueren.
Para los que hemos conocido una existencia más bien
nómada, los lugares son importantes. Fijan las coordenadas que durante mucho
tiempo nos dieron anclajes o ilusión de estabilidad. En la vida que llevé, y
que en cierto modo todavía llevo, ciudades, hoteles, restaurantes, librerías,
así como a menudo personas relacionadas con ellos, tuvieron siempre una
importancia decisiva. Fueron, incluso, trasunto del hogar que en esos momentos
no tenía, hasta el punto de convertirse ellos mismos en hogar confortable. Por
eso son tan frecuentes, en mis novelas o artículos, referencias de esa clase:
sitios y personajes, unas veces transformados en literatura y otras contados
tal como fueron, o todavía son.
Considerada desde ese punto de vista, la lista de
bajas en una memoria de esa clase supone un ejercicio de melancolía. Ni
siquiera el hábito de ver destruirse cosas de forma violenta, derrumbarse
mundos enteros en guerras y catástrofes, que ayuda mucho, endurece lo
suficiente. Vacuna, quizá, frente a la sorpresa y permite mirarlo con lucidez
más o menos serena; pero el dolor de la pérdida, o las continuas pérdidas,
sigue siendo intenso. Pasear por la rue Saint André des Arts de París y
comprobar que todas las librerías de viejo donde entrabas con veinte años y
avidez de cazador han desaparecido, puede ser tan doloroso como comprobar que
ya no volverás nunca a comer o cenar en tu vieja Munich de Buenos Aires, o que
la punta de la Aduana de Venecia, que de noche era el lugar más solitario y
bello del mundo, sea un infierno japonés desde que abrieron un museo justo al
lado.
Es lo que hay, y no queda sino aceptarlo. Asumir
sentirse a veces, o a menudo, como el príncipe Salina paseando por Palermo al
final de El Gatopardo. Todos nosotros, lugares y personas,
llegamos y nos vamos. Cedemos espacio a quienes empiezan un camino que ya no es
el nuestro.
Pensaba en eso no hace mucho en México capital –que
ya tampoco se llama Deefe–, sentado por última vez en la Cantina Salón Madrid.
Durante toda mi vida mexicana, larga de treinta años, ese modesto bar de la
plaza de Santo Domingo fue allí mi lugar favorito: una cantina clásica, barata
hasta lo cutre, con parroquianos bigotudos y peligrosos, asientos acuchillados
a navajazos, una rockola donde escuchaba a José Alfredo, Vicente Fernández y
los Tigres del Norte, y una extraña pareja, un matrimonio que servía tequila
reposado y milanesa de carne cortada en trocitos. Pasé allí muchos días
felices, incluida una mañana de brevísima y silenciosa amistad con un hombre
solitario que sentado en otra mesa, la cabeza entre las manos y tequila tras
tequila delante, coreaba las canciones que yo iba poniendo. «Cuando
estaba en las cantinas –decía una de las letras– no sentía
ningún dolor».
Siempre supe que llegaría este momento, y al fin
llegó. En mi última visita, el viejo matrimonio ya no estaba allí, y la Cantina
Salón Madrid se había transformado en un bar puesto al día, con nueva
decoración y copas convencionales. De la rockola habían sido barridos sin
piedad rancheras y narcocorridos: sonaba Shakira.
Había camareros jóvenes y chicos alegres y vitales
tomando cerveza en la mesa donde una vez, junto a mí, un hombre solitario había
cantado al compás de su corazón destrozado.
Me pregunté si habría encontrado otra cantina donde no sintiera ningún dolor.
Me pregunté si habría encontrado otra cantina donde no sintiera ningún dolor.
© XLSemanal
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