Por Sergio Suppo
El partido más nuevo de la Argentina acaba de tomar una
decisión que tiene más de simbólico que de operación inmobiliaria. Pro compró
el edificio que alquilaba con un mensaje concreto: llegó para quedarse, dice,
como si todavía quedara algún despistado en insistir en que es un ave de paso.
¿Tener una sede propia es un guiño a la política tradicional
representada en viejas y transitadas casas partidarias? Nada es lo que parece
en tiempos postapocalípticos como los que vive la Argentina después de la
destrucción completa de su sistema de partidos. Una conveniencia práctica
también puede cargarse de otras connotaciones luego de la crisis de 2001. Más
que reivindicar el pasado, al macrismo le importa instalar la continuidad de su
propio presente.
Una fuerza que trabajó para llegar al poder y lo logró en
apenas una década ahora tiene un nuevo proyecto: quedarse. Es a partir de este
momento que el Presidente tiene que demostrar que quiere y puede pasar de
conquistador a colonizador. La diferencia entre llegar y permanecer.
Macri primero hizo un partido a la medida de su necesidad de
salir del influjo paternal, luego armó una alianza que lo hizo competitivo y
con la que ganó las elecciones. Y ahora gobierna al mismo tiempo que administra
esa sociedad con los radicales y con Elisa Carrió. Cambiemos, una construcción
que recibió su nombre en plena campaña electoral de 2015, tiene el mismo
desafío que su jefe.
El pacto entre Pro, la UCR y la Coalición Cívica parece
tener antecedentes, pero es casi inédito. Siempre hay que recordar que nada es
igual, aunque remede el tiempo anterior al big bang de 2001.
En el siglo pasado, un poco por la fortaleza de los grandes
partidos y en gran parte por el sistema presidencialista que acentúa la cultura
vertical y los rasgos autoritarios, las coaliciones partidarias fueron poco
menos que un pecado.
El peronismo usó desde 1973 los frentes electorales en los
que albergó a pequeñas fuerzas ilusionadas en influirlo al precio de quedar
luego cerca de la desaparición. Así fue como el primero y el segundo y más
intenso camporismo (llamado kirchnerismo) absorbieron parte de las ideas de la
izquierda nacionalista. Y ocurrió también que Carlos Menem se abasteció de la
Ucedé de Álvaro Alsogaray para llevar adelante su giro reaganiano. El
casamiento entre el radicalismo y el Frepaso terminó en un abrupto divorcio que
hundió a ambos y al mismo tiempo destruyó el gobierno de Fernando de la Rúa.
Las disidencias en Cambiemos no anuncian ninguna ruptura. Por
el contrario, muestran un juego que busca contener a electores descontentos.
Los socios radicales piden garantizar mantener los lugares que tienen en las
gobernaciones, las intendencias y en el Congreso, pero también recelan de los
aliados peronistas que Macri tiene pero no blanquea. Elisa Carrió nunca cederá
su lugar de fiscal; ser una aliada incómoda pero necesaria es lo que mantiene
su importancia. Juntos, sin saberlo, están caminando por donde nadie pisó. Que
lleguen a alguna parte es otra cosa.
© La Nación
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