Por Jorge Fernández Díaz |
Sin
mayorías parlamentarias pero también sin las viejas sombras amenazantes,
Cambiemos ejerce una centralidad en la política que le permite jugar a ser oficialismo
y oposición al mismo tiempo, algo que solo conseguía el movimiento de Perón en
sus años de apogeo. Todo este espectáculo consolida la idea (cierta o falsa) de
que el kirchnerismo ya no regresará al poder y de que el justicialismo carece
de un líder competitivo. Pero por paradoja, esos alivios no resultan fértiles
para el oficialismo, al que siempre le fue mejor con la imagen de debilidad que
con la de fortaleza, y que muchas veces fue perdonado precisamente por el miedo
a ese retorno, tanto por sus votantes como por sus aliados. Los primeros, en
consecuencia, están siendo menos pacientes con la economía y más críticos con
los pecados de la ética, y los segundos no quieren ser convidados de piedra en
el diseño general.
Una escena de diciembre en la residencia de Olivos, frente a
los diputados radicales recién llegados al Congreso, resulta hoy premonitoria.
Mario Negri tomó allí la palabra y le dijo a su anfitrión: "Señor
Presidente, usted sabe mucho de autos. Nosotros manejamos un prototipo que tiene
cuatro años de garantía. Ya hemos cubierto la mitad del camino y nos fue bien.
Ahora nos toca hacer un service".
Pero el macrismo se siente genéticamente dueño del coche, y está demasiado
concentrado en avanzar sobre los ripios. La coalición, por desidia o por
egoísmo, nunca entró en el taller y siguió rodando. Y los radicales, salvo con
algunos temas puntuales, se fueron enterando de muchas iniciativas por los
medios de comunicación. Ocurrió, por ejemplo, con la despenalización del aborto
y la nueva agenda de género. Tampoco son víctimas inocentes: a veces se quejan
sin aportar propuestas, y ceden a la demagogia para no decepcionar a su
clientela y para contener en el partido a los dirigentes más incómodos; también
para no dejarse aventajar por Elisa Carrió, que pesca en esa misma laguna con
mediomundo. Lilita no quiere perder su capital simbólico, su inmensa grey de
clase media ni el sidecar que inventó para los disidentes de Macri que andan a
los gritos pelados, pero que en el fondo no desean romper con el único gobierno
no peronista que puede terminar su mandato después de tantas décadas de
hegemonía y decadencia.
Los gerentes no han sabido gerenciar la alianza, sus socios
amplificaron las críticas ante los micrófonos y hasta el peronismo
"racional" -naturalmente acuerdista-, se vio obligado a endurecer
posiciones: no es la primera vez que ese sector tira la bronca en Balcarce 50
porque ellos condescienden en medidas antipáticas y los aliados de Macri se
indisciplinan en nombre de la "sensibilidad social". La escalada
absurda de esta semana provocó que los dos o tres peronismos, que se odian a
muerte, no tuvieran más remedio que sacarse una foto juntos, algo que hizo
tragar saliva a los muchachos del Excel; no se puede dar una batalla con la
retaguardia insegura y es de esperar que en la situación desesperanzada en la
que se encuentran los tiburones del General busquen limar todo lo posible al
adversario. En la intimidad, casi todos los opositores saben que la dolorosa
normalización de las tarifas es necesaria, pero para tener futuro en las urnas,
necesitan que el sacrificio de los usuarios le salga al Gobierno lo más caro
posible. Se llama oportunismo, y es uno de los recursos más antiguos del
hombre. Deben regular sin embargo la máquina, no sea que les resulte un
búmeran: quienes quebraron el Estado y destruyeron el sistema energético
-muchos de ellos reconocidos piantavotos y espantapájaros de cartel- marchaban
el jueves con velas en las manos. No solo desprestigiaron el reclamo genuino,
sino que presentaron una alegoría tragicómica: los adoradores y adoratrices de
Venezuela que nos conducían al apagón total empuñaban velas para recordarnos
involuntariamente el adminículo con el que andaríamos todas las noches si su
régimen se hubiese perpetuado. Jack el Destripador marcha en protesta contra
los desaprensivos cirujanos blandiendo escalpelos filosos.
© La Nación
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