Por Andrés Malamud (*) |
Brasil no es para
principiantes, decía Tom Jobim. Tampoco para iniciados, gruñen desde la cárcel
los más de 60 convictos por el Lava Jato, la mayor investigación de corrupción
de la historia.
Los presos recorren todo el espectro ideológico. Y a su
modo, hacen justicia social: en un país patriarcal, con millones de pobres y
mayoría mulata, los convictos son mayoritariamente hombres, blancos y, por
supuesto, ricos. Entre ellos figura Marcelo Odebrecht, uno de los empresarios
más poderosos de Brasil; José Dirceu, expresidente del PT y mano derecha de
Lula, y João Santana, el publicista que diseñó las campañas electorales de
Lula, Dilma, Hugo Chávez y algún político argentino. Porque la alegría no es
solo brasileña.
Los expresidentes presos son una especie prolífica. En Corea
del Sur, un caso modélico para los países en desarrollo, tres de los últimos
seis fueron condenados por corrupción; el cuarto fue más rápido y se suicidó
mientras lo investigaban. Perú es un digno competidor: de los últimos cinco
presidentes hay uno preso, uno prófugo, uno indultado y otro renunciado. El
quinto, Alan García, estuvo exiliado durante diez años y hoy se encuentra bajo
investigación. Los número dos aportan lo suyo: el vicepresidente de Ecuador
está en la cárcel y el de Uruguay tuvo que renunciar. Esta enumeración,
brevísima, muestra que el fenómeno es global y no afecta solo a la izquierda y
a América Latina. Para confirmarlo está Silvio Berlusconi, derechista y
europeo, que fue condenado a prisión, pero contrató mejores abogados que Lula y
está libre.
El fenómeno tampoco es nuevo en Brasil: Lula es el sexto
expresidente encarcelado, aunque es el primero en serlo por un caso de
corrupción. El fenómeno se extiende para abajo y por todo el cuerpo político:
de los últimos siete gobernadores de Río de Janeiro, cinco están bajo
investigación judicial; los otros dos se murieron. De los cinco investigados,
tres ya están presos y el actual gobernador está precalentando. Recuérdese que
Río de Janeiro fue sede de los Juegos Olímpicos y cuenta con los recursos petroleros
del presal. El Estado, sin embargo, está quebrado y paga los salarios públicos
de vez en cuando.
Mientras la democracia brasileña estaba sitiada por el mal
gobierno y la corrupción, llegó la infantería. Con una serie de frases que van
de la desubicación al golpismo, algunos militares (la mayoría en retiro)
salieron al rescate de la moral y las buenas costumbres. Pero quienes se
sorprendieron, como antes con el Lava Jato, es porque solo van a Brasil de
vacaciones.
En 2004 el juez Sergio Moro publicó su ahora famoso opúsculo
en que vaticinaba el Lava Jato bajo el ejemplo del Mani Pulite. En el mismo
año, Jorge Zaverucha, doctorado en la Universidad de Chicago y profesor en la
de Pernambuco, escribía en Folha de São Paulo que "el militarismo es un
fenómeno amplio, regularizado y socialmente aceptado en Brasil". Zaverucha
argumentaba que el Senado no participaba en la promoción de los generales, que
la Justicia Militar podía juzgar civiles aun en tiempos de paz y que los
servicios de inteligencia estaban bajo control militar. De hecho, los militares
habían tenido acceso exclusivo a tres ministerios hasta 1999, cuando el
presidente Fernando Henrique Cardoso creó el Ministerio de Defensa y lo puso al
mando de un civil. Estos enclaves autoritarios se sostenían por la debilidad
civil, pero también por la popularidad de las Fuerzas Armadas. En 2002, un
candidato presidencial llegó a afirmar sobre la dictadura que "los
militares, con todos los defectos de visión política que tuvieron, pensaron a
Brasil estratégicamente". Ese candidato era Lula.
Visto desde la Argentina, donde los militares perdieron una
guerra y organizaron una represión sangrienta, es inadmisible que las Fuerzas
Armadas intervengan en la vida pública. Visto desde Brasil, donde el odio de
clase envenena las relaciones sociales y 60.000 personas son asesinadas cada
año, las Fuerzas Armadas evocan el orden antes que el autoritarismo. No se
trata de justificar, sino de entender. El problema no es que los militares
hablen, sino que los civiles hayan abdicado de controlarlos. En palabras del
periodista Elio Gaspari, la declaración extemporánea del jefe del Ejército
"expuso el peor legado de la breve presidencia de Michel Temer: él plantó
la semilla de la anarquía militar, que estaba adormecida desde finales del
siglo pasado". Brasil es hoy una democracia tutelada, en la que los
uniformados no gobiernan, pero tienen poder de veto.
Los contrastes con la Argentina también se manifiestan en
las investigaciones de corrupción, pero al revés. Para empezar, la prisión de
Lula no es preventiva: ya fue condenado en dos instancias. Guste o no, el
expresidente está en la cárcel por sentencia y no por sospecha. La deliberación
de la Corte Suprema, además, se televisó en directo: cada juez se hizo cargo de
su voto y debió fundamentarlo en público. Al lado de Comodoro Py, el circo
judicial brasileño parece una ópera. Y Lula no está proscripto: la habilitación
de las candidaturas la realizará el tribunal electoral recién en septiembre, un
mes antes de las elecciones. La prisión no anula los derechos políticos hasta
su confirmación por la cuarta instancia. En cualquier caso, las chances de que
Lula sea habilitado son mínimas: según la legislación aprobada en 2010, bajo su
mandato, la condena en segunda instancia gatilla la inelegibilidad.
La narrativa del PT, como sería esperable, alega golpe y
proscripción. Hay dos números que no encajan. El primero es 83, el porcentaje
de popularidad que tenía Lula al terminar su mandato: hasta la oligarquía lo
votaba. El segundo es siete, la cantidad de miembros del Supremo Tribunal
Federal que fueron designados durante las presidencias de Lula y Dilma sobre un
total de 11. ¿Qué pasó desde entonces para que la mitad de la población, tres
cuartos del Congreso y los jueces nombrados por el PT se hicieran golpistas? El
relato está incompleto si ignora la responsabilidad del PT en su propia debacle
y en la de Brasil.
También en contraste con la Argentina, en Brasil las clases
medias se movilizan más que las populares. Huérfanos de representación
partidaria, los desclasados podrían redoblar la acción directa cortando rutas y
ocupando estancias. La reacción del establishment será inmediata: represión
oficial y profundización de la violencia clandestina. El PT cumplió una función
de estabilización del sistema, legitimándolo en el centro mientras lo reformaba
en los márgenes. Su colapso en soledad sería injusto, pero, sobre todo,
peligroso, porque alimentaría la alienación de los pobres y la impunidad de los
poderosos.
Para la credibilidad de la Justicia y el futuro de la
democracia brasileña, el problema no es Lula preso, sino Temer libre.
(*) Politólogo e investigador en la
Universidad de Lisboa
© La
Nación
0 comments :
Publicar un comentario