Por Javier Marías |
He dicho “narcisista” y es así, o así lo veo yo. Otros
prefieren utilizar el neologismo “postureo”, viene a ser lo mismo. El exceso de
rectitud afecta a todas las capas sociales y a todas las ideologías, derecha,
centro, izquierda, populismo o demagogia; a los tertulianos, a muchos
columnistas y actores y actrices, escritores, cantantes e historiadores, y
sobre todo a individuos desconocidos que creen haber dejado de serlo gracias a
las redes y a sus plataformas.
En la discusión de
hace unas semanas sobre la “prisión permanente revisable” o más bien “cadena
perpetua hasta nueva orden”, los partidos enfrentados en el Congreso
escenificaron sus histriónicos alardes de rectitud. Los que defendían su
mantenimiento se mostraban como dechados de compasión hacia las víctimas y sus
familiares, a los que no tenían reparo en utilizar con obscenidad. Los que
abogaban por derogarla representaban, con más exageración que convicción, la
rectitud de quien cree en la redención de los pecadores por encima de cualquier
cosa, de quien sostiene que nadie hay intrínsecamente malvado y que a todos se
nos puede rehabilitar. Ambas posturas merecen tomarse en consideración, no digo
que no. Lo que casi las invalidaba en ese debate era la forma aspaventosa y
espúrea de presentarlas, la carrera por ver quién se alzaba con el trofeo a la
rectitud.
No muy distinto es lo sucedido con la muerte del niño almeriense Gabriel Cruz. En las
televisiones —repugnantes la mayoría— se libraba una competición para dilucidar
qué presentador u opinador estaba más indignado, desolado y dolido. Y qué decir
de las reacciones tuiteras de la gente: sus comentarios no iban a llegarle a la
presunta asesina, así que el único verdadero sentido de los insultos, exabruptos
y maldiciones era la recompensa y autocomplacencia de quienes los proferían.
También similar ha sido la reacción de muchos ante la muerte de un mantero en Lavapiés, en Madrid. Incluso
después de deshacerse el malentendido (no: malintencionada tergiversación) de
que la policía le había provocado un infarto al perseguirlo, la “virtud”
mimética se apoderó de políticos y tertulianos, que decidieron que lo que
quedaba bien, lo más recto, era continuar atribuyendo su muerte a la xenofobia
y al capitalismo, en abstracto. Sí, claro, cualquier persona pobre, excluida,
desempleada, es, en sentido amplio, víctima del sistema. Pero no se organizan
incendios y disturbios por cada una que fallece, y a fe mía que son millares.
¿Cuándo el noble
afán de rectitud se convierte en exceso siniestro? En mi opinión es muy fácil
detectar la frontera, y lo habitual de estos tiempos es que grandes porciones de
la población la traspasen inmediatamente, casi por sistema. La rectitud —el
concepto que cada cual tenga de ella— debería atañer tan sólo a nuestro
comportamiento individual, es decir, a nuestro propósito de no hacer esto o lo
otro, de regirnos por unos principios o normas más bien intransferibles y
ceñirnos a ellos en la medida de lo posible. El exceso se da en cuanto alguien
no aspira tan sólo a eso, sino a que los demás adopten su código particular y
comulguen con él, por las buenas o por las malas. Entonces el recto se
convierte en censor, en prohibicionista, en inquisidor y en dictador. Ese recto
en exceso no se conforma con no fumar ni beber ni drogarse, no ir de putas ni a
los toros, no ver porno y proteger a los animales, sino que pretende que nadie fume ni beba ni se drogue, etc, y que cada
represión suya sea aplaudida y ensalzada. Lo mismo que quienes antaño
pretendían que todo el mundo fuera a la
iglesia y nadie pudiera fornicar ni ver
porno, etc. Es probable que López, Marqués de Comillas, no mereciera la
estatua que desde hace siglo y pico tenía en una plaza de Barcelona, pero la
alcaldesa Colau fue incapaz de enviar a unos operarios para retirarla
sobriamente, sin más: su exhibicionismo la llevó a organizar una kermés con
juglares, bailarines, títeres y batucadas, lo cual delata que no le importaba
tanto la injusticia a la que ponía fin cuanto cosechar una ovación, escenificar
su rectitud chirriante, y con jactancia decirse: “Pero hay que ver qué bien
quedo, mecachis en la mar”.
Hoy, no cabe duda,
se encuentra un desmedido placer en escandalizarse y en indignarse, y cuando
anda por medio el placer —en lo que sólo debería provocar consternación—, es
preciso desconfiar. Lamento decirlo, pero, con las excepciones que quieran, veo
una sociedad farisaica, encantada de sí misma y más preocupada por la figura
que compone ante su propio espejo que por las infamias y calamidades del mundo
ante las que se subleva supuestamente. Es como si, más que ocuparse y dolerse
de ellas, en cada ocasión se preguntara: “¿Qué postura nos conviene ahora, para
mejor presumir?”
© El País (España)
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