Por Arturo Pérez-Reverte |
Hace unas semanas comenté en esta página que estaba
leyendo de nuevo Claros varones de Castilla. Desde entonces, varios
lectores se han interesado por ese libro.
Así que hoy, si me lo permiten, voy a
hablarles de esa obra extraordinaria escrita en 1486 por Fernando –o Hernando–
del Pulgar, cronista oficial de los Reyes Católicos, seis años antes de la toma
de Granada y el descubrimiento de América. El libro, dedicado a Isabel de
Castilla, es un repaso fascinante, escrito en una prosa tan limpia y clara como
su título, a veintiocho personajes ilustres: un rey, diecinueve caballeros y
ocho religiosos, que a juicio del autor y según los puntos de vista y valores
de la época, que –detalle importantísimo– no eran los actuales, dieron lustre
al reino castellano, en torno al que se iba fraguando en ese tiempo la unidad
peninsular, primera en afirmarse de las nacionalidades europeas.
«Se dio a algunos deleites que la mocedad suele
demandar e la onestedad debe negar. Fizo hábito de ellos, porque ni la edad
flaca los sabía refrenar ni la libertad que tenía los sofría castigar», escribe Pulgar
sobre el rey Enrique IV, con reminiscencias de Suetonio, San Jerónimo y Valerio
Máximo: –«Allí ay mudanças de prosperidad do ay corrubción de costumbres»–.
Y en ésa, como en todas las otras sucintas biografías, combina de modo
admirable los retratos morales con las descripciones físicas y los hechos
notables, trazando así una asombrosa galería de personajes que, esto es lo más
importante, permiten acercarse a la sociedad, la religión y la milicia del
siglo XV y mirarla con los ojos de la época, liberándonos de los prejuicios que
hoy nos ofuscan la ecuanimidad de la mirada.
«Era deseoso, como todos los ombres, de aver
bienes, e sópolos adquirir e acrecentar», dice sobre otro ilustre caballero, el conde
de Haro, a quien describe en su muerte «Dando dotrina de honrado vevir
e enxemplo de bien morir». Por supuesto, con arreglo a su tiempo, en
el que ocho siglos de guerra entre moros y cristianos lo marcaban todo, las
virtudes militares de los biografiados constituyen principal motivo de elogio;
como cuando, refiriéndose al marqués de Santillana, escribe Pulgar: «Las
gentes de su capitanía le amavan. E temiendo de le enojar, no salían de su
orden en las batallas», para añadir: «Sin matar fijo ni fazer
crueldad inhumana, más con la autoridad de su persona y no con el miedo de su
cuchillo, gobernó sus gentes, amado de todos e no odioso a ninguno»;rematando
con esta maravilla de elogio medieval: «El caballero que por ningún
grave infortunio que le venga derrama lágrimas sino a los pies del confesor».
Los retratos y su penetración psicológica son
extraordinarios, y leyéndolos se comprende mejor a los hombres que con sus
virtudes y defectos, en la rara paz y en la guerra, sentaron las bases de
aquella España moderna que alboreaba. «Tenía la agudeza tan viva que a
pocas razones conoscía las condiciones e los fines de los ombres. E dando a
cada uno esperança de sus deseos, alcançava muchas vezes lo que él deseaba», cuenta
Pulgar del maestre de Santiago, cuyo perfil redondea así: «Tovo algunos
amigos de los que la próspera fortuna suele traer. Tovo asimismo muchos
contrarios de los que la envidia de los bienes suele criar», para
concluir con esta otra joya: «No quiero negar que como ombre humano
este caballero no toviese vicios como los otros ombres, pero puédese bien creer
que, si la flaqueza de su humanidad no los podía resistir, la fuerça de su
prudencia los sabía disimular».
Me falta espacio en esta página para todas las
citas que recogería sobre los personajes de Pulgar: «Era hombre airado
en los logares que convenía serlo»; «Si tovo fortuna para alcançar bienes, tovo
asimismo prudencia para los conservar»; «Si los ombres alcanzan alguna
felicidad después de muertos, según opinón de algunos, creemos sin dubda que
este caballero la ovo»; «No suelen los fijosdalgos de Castilla quedar en la
cámara yendo su señor a la guerra», y la que es tal vez mi
favorita: «No es de pelear con cabeça española en tiempo de su ira» –ese española está
escrito en 1486–. Y así, con todos ellos, en una prosa cuya metálica belleza
todavía estremece, Fernando del Pulgar trazó para siempre, con pulso
extraordinario, el retrato fascinante de una época y unos hombres de leyenda
que «Ganando el amor de los suyos e seyendo terror a los estraños,
gobernaron huestes, ordenaron batallas, vencieron a los enemigos, ganaron
tierras agenas e defendieron las suyas».
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