Por Manuel Vicent |
De hecho podríamos celebrarla tomando un refresco de
zarzaparrilla o un julepe de menta. Quedan pocos ciudadanos que la vivieron, la
mayoría de los españoles solo la imaginan, pero esa misma irrealidad juega a su
favor porque permite recrearla a la medida de la esperanza y la melancolía
frente al descalabro moral de los políticos que hoy nos gobiernan. La República
ha sido hasta ahora solo un horizonte ideal, pero su dilema ante la Monarquía
se está convirtiendo en un debate más consistente cada día.
De momento esa aspiración ya es un reto añadido del
soberanismo catalán, que inyecta todavía más idealismo al sueño de la
independencia. Un presidente de la República no contamina la institución. Si es
incompetente se le derriba, pero en la Monarquía el símbolo del Estado se
encarna con una unión hipostática en una persona, que debe el cargo a un
capricho de la genética.
Un espermatozoide entre varios millones inicia la escalada
hacia el óvulo y el ganador se convierte en rey o en reina, que llega a este
mundo predeterminado a confundir su carácter con el destino de una nación. En
este dilema político la República aparece como un ideal indeleble, que se
acrecienta con los errores que pueda cometer la Corona, hasta el día en que, si
los errores persisten, la hagan necesaria e ineludible.
© El País (España)
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