Por Sergio Sinay (*)
¿Cuántos hombres mueren cada año por causa de abortos clandestinos? ¿Y cuántos hombres son internados en hospitales públicos por la misma razón? La pregunta parece absurda y la respuesta es obvia. Ninguno. Las que mueren o resultan internadas son mujeres.
¿Cuántos hombres mueren cada año por causa de abortos clandestinos? ¿Y cuántos hombres son internados en hospitales públicos por la misma razón? La pregunta parece absurda y la respuesta es obvia. Ninguno. Las que mueren o resultan internadas son mujeres.
Porque los abortos se producen en
los cuerpos de ellas. No es una experiencia deseada ni elegida, sino traumática
(física, psíquica y emocionalmente) y dolorosa. Deja huellas, a veces más
visibles y sensibles, otras más sutiles o soterradas. Y siempre
intransferibles. Por lo tanto, hay una cuestión elemental de empatía que exige
cuidado y respeto antes de disparar condenas, diatribas morales y usos
políticos sobre este tema.
Sostener que se “defiende la vida” permite ponerse trajes de
probidad e inflar el pecho, pero se trata de una consigna con un lado muy
oscuro, que tiene algo de falacia. Porque las mujeres que mueren por estos
abortos, que la ley prohíbe realizar en condiciones seguras y humanas, vivían.
Tenían sueños, proyectos, amores, dolores, esperanzas, frustraciones. Todo lo
que hay en una vida. ¿Consideran esto quienes “defienden la vida”? ¿O existe
acaso un protocolo que permite decidir qué es una vida y qué no lo es? Y que
convierte a quienes deciden en jueces de situaciones por las que no pasaron,
angustias que no vivieron, sufrimientos que no experimentaron y frente a los
cuales, por esas mismas razones, sería bueno callar y respetar.
El aborto es un drama humano. No es un capricho, y su
decisión no es una cuestión de gustos. Tampoco es (y lo dijo con una claridad
que se agradece el ministro de Ciencia y Tecnología, Lino Barañao) un método
anticonceptivo. Se trata de una cuestión moral. Y moral y moralismo no son la
misma cosa. Como decía Albert Camus, el moralista es el que dice lo que deben
hacer o dejar de hacer los otros. Y el moralismo viene infectando gravemente
este tema.
En una cultura machista, que hipócritamente suele
disfrazarse de biempensante, resulta casi lógico que las casi 300 mujeres que
mueren en el país por abortos clandestinos (según estadísticas, a eso sumemos
las que no llegan a ellas) no sean consideradas como seres humanos, como vidas.
Como si ser mujer fuera ser una cosa. Criatura de una especie menor. Algo así
funciona también en la cabeza de femicidas, violadores y abusadores. Y como el
machismo es una cuestión de género, pero no de sexo, muchas mujeres (varias de
ellas en lugares de influencia y de poder) se suman a esta mirada impiadosa, a
esta indiferencia asombrosa ante la dolorosa peripecia de las “otras”. Ni
hablar de los hombres (poderosos o no, influyentes o no) que juzgan y condenan
sobre algo que, tienen garantía biológica, a ellos jamás les ocurrirá. No en
sus cuerpos.
Si bien el aborto ocurre en el cuerpo de la mujer, para la
concepción se necesita también de un varón. Por lo tanto, este tema compete a
ambos sexos. No es cosa de mujeres ni, mucho menos, de mujeres “asesinas”.
Cuando hay piedad, compasión, comprensión y empatía, no solo se abre el
corazón, sino también la mirada y la mente. Entonces es posible comprender que,
en muchísimos casos (muchos más de los que se cree, se sabe y se acepta), la
que aborta es la pareja. Siempre el cuerpo lo pone la mujer. Aunque algunos
hombres pondrían el propio, si fuera posible, pero la biología lo impide. Sin
embargo, el dolor y la memoria del sufrimiento es, en esos casos, de ambos. Una
realidad inadmisible para la intolerancia y el machismo campantes y reinantes.
El tema del aborto es tan doloroso, requiere tanta
comprensión e inteligencia emocional, que resulta deplorable su uso de manera
oportunista con fines políticos. O para cambiar la agenda cuando los vientos
vienen desfavorables porque la economía no arranca, las hinchadas putean, hay
conflictos de intereses o empieza a hacer olas el mar social. En el juego
político vale todo y si pasa, pasa. No es solo cuestión de este gobierno
(autoproclamado gestor de una nueva cultura que, como la economía, no despega).
Pero tiene que haber un límite. Para todos.
(*) Periodista y escritor
© Perfil.com
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