Por Jorge Fernández Díaz |
Eva Perón, convertida por los polígrafos del setentismo en
ícono feminista y hasta revolucionario, demostraba allí un simple
conservadurismo de época. Es cierto que había acompañado el voto de la mujer,
una tendencia internacional irresistible, y que no conviene juzgar el pasado
con ojos del presente, pero aquellos conceptos de Evita que se recitaban
obedientemente en todas las aulas públicas y que lavaron tantos cerebros
confirman al mismo tiempo un axioma universal: nacionalismo y feminismo no hacen
buena pareja. Las corrientes nacionalistas (ese terreno mítico dominado por
machos alfa) han concebido el igualitarismo de género como una irrelevancia,
tal vez una inquietud burguesa, derechos individuales que conducen al
individualismo y que, por lo tanto, se encuentran por debajo de las prioridades
del pueblo de Dios y de la patria, de su caudillo providencial y de su épica
emancipadora. La movida feminista, con perdón, es hija de la vilipendiada
democracia liberal. Y curiosamente las novedades que sacuden con fuerza este
atribulado siglo XXI son feminismo y nacionalismo, acaso dos trenes en sentido
contrario y a los que muchos pretenden subirse a la vez. En la Argentina,
resulta patético ver cómo camporistas y exkirchneristas de diverso pelaje, que
hasta hace dos minutos buscaban refugiarse bajo la sotana de Francisco, que
vienen de gobernar el país con poder absoluto durante doce años sin aplicar lo
que reclaman con urgencia y que se han sometido al designio personal de su
fálica jefa (una Evita rediviva), hacen ahora denodados esfuerzos por
reconducir la rebelión de las indignadas. Son especialistas en subirse a todos
los trenes y en malversar las causas nobles: así como desprestigiaron la
sagrada lucha de los derechos humanos con su utilitarismo partidario, pretenden
repetir hoy esa misma "hazaña" con este flamante progresismo de
género. Mancharon los pañuelos blancos y van por los verdes.
El peligroso nacionalismo que surge en el hemisferio norte
está también en malas relaciones con el liberalismo político, porque le endilga
las indeseadas secuelas de la globalización, proceso humano completamente
irreductible donde las tecnologías reemplazan a las ideologías y los antiguos
sistemas políticos resbalan por la recesión o se caen directamente a pedazos. Este
proceso de mundialización informática y mercantil está quemando las bibliotecas
del siglo XX y se da la tremenda paradoja de que naciones atrasadas por culpa
de populismos autocráticos se abrazan de pronto al republicanismo y salen a
vender sus productos, y otrora potencias democráticas se cierran a mercaderías
ajenas y a inmigrantes, y propenden al proteccionismo, al populismo, al
militarismo y a la secesión. La autopista era de doble vía, compañeros: no
estaba construida maquiavélicamente para que los países ricos explotaran a los
pobres, como el izquierdismo intelectual cacareó durante veinte años. Todavía
estamos esperando un mea culpa. Borradas las izquierdas y derechas tal y como
las hemos concebido, quizá la gran batalla cultural nos haga regresar sorpresivamente
a nuestra propia historia, que se jugó entre nacionalistas y liberales, con
todas las gradaciones, mixturas y matices internos que estas dos concepciones
representaron desde siempre. Es una conjetura, claro está, pero a los
argentinos nos resuena mucho esta discusión entre abrirnos o cerrarnos al
comercio internacional, y los extremos y derivados geopolíticos y filosóficos
que esta disputa produce. El asunto no es teórico y lejano, y de hecho
atraviesa el otro gran tema de la semana: la conflagración entre el Gobierno y
los empresarios vernáculos.
Macri pretende operar un cambio de régimen económico,
recostado en el supuesto de que ya no podemos "vivir con lo nuestro",
de que nos fue muy mal siendo uno de los países más cerrados del planeta y de
que, por lo tanto, seremos competitivos o no seremos nada. La estrategia no
carece de lógica, pero exige mucho dolor (toda mutación produce monstruos) y
nadie sabe a ciencia cierta (los expertos balbucean) si nos llevará a buen
puerto, dado que nadie entiende muy bien todavía qué dinámica adoptará una
civilización cambiante y voraz, que se tragó las experiencias del
neoliberalismo y la socialdemocracia (por no hablar de las ruinosas aventuras
populistas), y que a veces coquetea en el barro de la desesperación pariendo
cesarismos posmodernos que los salven de una nueva caída del Imperio romano. Es
claro que los argentinos precisamos inversiones y mercados que acepten nuestros
aportes, y que paralelamente debemos contener y reconvertir a muchos sectores
industriales. Es difícil hacerlo con las arcas vacías, viento de frente y
procesos crecientes y destructores del trabajo, como la robotización; también
con la Estadolatría, ese fervoroso culto al Estado que muchos empresarios
practicaron (el padre del Presidente entre ellos) y que implicó una cultura de
la ortopedia: ayuda continua para una minusvalía crónica que nunca se cura ni
se supera, y que en consecuencia exige del lobby perpetuo y la prebenda.
Quienes piensan, en la otra vereda, que un gobierno debe desentenderse de su
obligación orientadora para dejar que el mercado decida con libertad absoluta
no parecen ver la pulsión suicida que significaría abandonar el timón en medio
de una tormenta de niebla y acechanzas, donde se está rediseñando Occidente.
Los cerrojos de Trump, por dar un ejemplo relevante, provocan represalias en
toda la Unión Europea, y muy especialmente en Alemania y en Francia; también en
China, Japón, Corea del Sur y Taiwán. Aquí y ahora el estadista que se aferre a
un dogma (aperturismo total, aislacionismo completo) o se entregue a vínculos
perennes (relaciones carnales) puede tropezarse con una amarga sorpresa. La
rabiosa interconexión hace inestable cualquier certeza y veloz cualquier
metamorfosis.
Estados Unidos, Rusia y China son conducidos por
nacionalistas imperiales, y cruzan el Viejo Continente populismos que se oponen
a Bruselas. Los republicanos cosmopolitas resisten esa marea endogámica y dan
combate desde la memoria: hubo en la Europa abierta e integrada treinta años de
oro bajo su tutela y la última vez que los nacionalistas ganaron la partida lo
hicieron contra democracias debilitadas por la economía e imponiendo regímenes
nefastos y pendencieros que condujeron a la Segunda Guerra Mundial. En el Cono
Sur, podríamos enseñarles además el efecto devastador de la colonización
populista sostenida a lo largo de varias décadas. No nos servirá enfrentar los
nuevos desafíos (el feminismo y el nacionalismo) con los antiguos manuales, ni
con cristalizaciones ideológicas ni con nuestro ombliguismo argento. Miremos el
mundo, allí lo más viejo tiene tres días.
© La Nación
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