El revolucionario que no solo quiso
interpretar el mundo, sino cambiarlo.
Karl Marx: “Para que una clase represente a toda la sociedad, se requiere, en cambio, que todos los vicios de esa sociedad estén concentrados en otra clase”. |
Por
Aurora Nacarino-Brabo
Marx, que este mes de mayo habría cumplido 200
años y que protagoniza el número de abril de Letras Libres, quiso ser Hegel y
Ricardo a un tiempo. Pero no fue un filósofo al uso y tampoco un economista al
uso. Ni siquiera fue ambas cosas a la vez. Porque Marx fue un revolucionario.
Lo que lo diferenció de cualquier otro pensador fue su voluntad de trascender
la interpretación del mundo por medio de la acción.
Siguiendo a Hegel, cuyo pensamiento consideraba
la culminación de la filosofía, creía que la historia avanzaba por medio de la
superación de contradicciones, bajo una fórmula de tesis, antítesis y síntesis.
Para Marx, estas contradicciones tienen que ver con las relaciones de
producción de cada momento histórico, esto es, con las relaciones entre el amo
y el esclavo en el régimen de esclavitud; las relaciones entre el señor y el
siervo durante la servidumbre; y, finalmente, entre el capitalista y el asalariado
en el trabajo asalariado.
Es cierto para Marx que el capitalismo
representa unas relaciones de producción superiores a las de los regímenes
anteriores, alcanzadas gracias a la acción de una burguesía que, en un
determinado momento, actuó como una fuerza progresista contra las relaciones de
producción antiguas que obstaculizaban el desarrollo de las fuerzas
productivas. Sin embargo, también el capitalismo perpetúa una contradicción
entre capitalistas y trabajadores, una que, además, tenderá a crecer hasta que
la nueva clase progresista capaz de propiciar un cambio, el proletariado,
protagonice la revolución que traiga el socialismo.
Marx teorizó sobre el fin del capitalismo, que
marcaría el final de la prehistoria. Su obra, a un tiempo accesible y oscura,
reveladora y ambigua, ha sido para millones de personas una doctrina de vida y
una esperanza. Ninguna figura entregada a la escritura ha tenido un impacto
comparable en nuestra historia contemporánea. Pero lo cierto es que sus tesis
están, todavía hoy, por confirmar.
Para que la teoría se confirme deben cumplirse
las dos condiciones que constituyen su formulación. Por un lado, el capitalismo
debe evolucionar como Marx predijo, esto es, como un sistema económico que
conduce necesariamente a una contradicción insalvable entre las fuerzas de
producción y las relaciones de producción. Por el otro, el proletariado ha de
tomar conciencia de su situación y actuar para revertirla. Se trata, pues, de
una dialéctica histórica por la que el capitalismo empuja al proletariado a la
acción y el proletariado, por su parte, actúa como se espera de él desde una
óptica racional.
Si el capitalismo no conduce a la polarización y
la pauperización esperadas, el proletariado puede aún actuar como se espera que
lo haga o aguardar una coyuntura económica más propicia para la revolución. Es
aquí donde se establece la brecha entre socialdemócratas y bolcheviques, que
dominarán la Segunda y la Tercera Internacional respectivamente.
¿Se cumplieron los vaticinios económicos de
Marx? A la luz del aumento del nivel de vida, de los avances en la salud y del
progreso material que han experimentado los trabajadores en los últimos dos
siglos, parece difícil de justificar. No obstante, es innegable que se ha
producido un aumento de las desigualdades dentro de las sociedades
capitalistas. Y puede decirse que se han cumplido los pronósticos de Marx
relativos al desarrollo tecnológico: la aplicación de nueva maquinaria amenaza
con destruir un gran número de empleos, incrementando así lo que el alemán
llamó “ejército industrial de reserva”, compuesto por una población remanente o
sobrante de trabajadores.
De hecho, estos retos están en el origen de
propuestas políticas actuales como los complementos salariales o la renta
básica. Además, en los últimos años, al tiempo que veíamos crecer grandes
emporios económicos globales que soslayan con gran facilidad los sistemas
impositivos de los viejos estados-nación, hemos contemplado la emergencia de
una clase de trabajadores precarios al calor de la economía digital y
colaborativa.
¿Nos acerca esta polarización a la revolución
socialista ambicionada por Marx? Tampoco parece probable, y vale la pena volver
a los debates mantenidos por tres notables marxistas para entenderlo. Karl
Kautsky, Eduard Bernstein y Lenin ya anticiparon la posibilidad de que las
circunstancias económicas no fueran propicias a la revolución. Kautsky teorizó
que, aunque en el presente no se dieran las condiciones para ella, la
revolución era necesaria en un sentido determinista. Como su advenimiento solo
dependía de la historia, la misión del partido obrero, mientras tanto, habría
de ser la de impulsar reformas que mejoraran incrementalmente la vida de los
trabajadores.
Bernstein compartía el ánimo reformista de
Kautsky, pero no su confianza en el devenir revolucionario de la historia. Al
contrario, pensaba que elegir la vía reformista anulaba las posibilidades de un
episodio revolucionario, y que era deseable que así fuera: en último término,
esa acción reformista alcanzaría las dimensiones de una verdadera revolución.
Esa es una opinión que acabará calando en el ánimo de los partidos
socialdemócratas en Europa. En España, Alfonso Guerra lo expresaría así hace
unos años: “Con el tiempo me di cuenta de que lo verdaderamente revolucionario
es el reformismo”.
Lenin, por su parte, era muy consciente del
poder seductor del reformismo. Lo explicó muy bien Raymond Aron: “El
proletariado no sueña con una revolución desquiciante; lo que quiere es mejorar
su suerte hic et nunc”. Por esta razón, Lenin aseguraba que el
partido de la clase obrera debía predominar sobre la clase misma para guiar una
revolución de otro modo incierta. Esta interpretación condujo a la celebración
de la Tercera Internacional, donde el bolchevismo romperá con la
socialdemocracia y sentará las bases del “despotismo oriental”, por decirlo con
Karl Wittfogel, que caracterizará la URSS de Stalin.
¿Cómo encaja la vía soviética con la teoría
marxista? Para Marx, la revolución necesita que las fuerzas de producción se
hayan desarrollado plenamente bajo el régimen capitalista. En este sentido,
Rusia era un candidato improbable para albergarla: la industrialización era muy
débil allí a comienzos del siglo XX y la clase obrera exigua. El país estaba
compuesto en su mayor parte por campesinos, a los que Marx no considera una
auténtica clase social por no compartir un proyecto, tanto menos en un país
vastísimo y de población dispersa. Del mismo modo, Marx piensa que no se pueden
alcanzar “relaciones de producción nuevas y superiores antes de que las
condiciones de existencia de las mismas hayan sido incubadas en el seno de la
propia antigua sociedad”. Esta es la razón por la que pensaba que “la humanidad
siempre se plantea solo tareas que puede resolver”.
Desde el punto de vista de la teoría marxiana de las clases, era difícil
pensar que Rusia pudiera resolver la tarea revolucionaria. Por otro lado, Marx
no piensa que el esquema de clases sea universal, y señala que el “modo de
producción asiático” es una excepción al modelo capitalista. Si en el capitalismo
la clase dominante extrae recursos del proletariado, en el modo de producción
asiático se produce la explotación de la sociedad entera por el Estado. El
riesgo que entraña la socialización de los medios de producción, pues, es que
no conduzca a la utopía socialista, sino a la instauración del modo de
producción asiático.
Esto es lo que sucedió en la Rusia soviética y es tal vez algo que Marx
había temido. Por eso insistió tanto en que el objetivo último de la revolución
debía ser la supresión del Estado, adoptando la tesis saintsimoniana de que “en
el régimen del futuro, el gobierno de las personas dará paso a la
administración de las cosas”. Una aspiración que entronca casi con el
anarcocapitalismo libertario y que evoca algunos de los dilemas actuales sobre
tecnocracia y participación.
La destrucción del Estado es necesaria para poner fin a las
alienaciones, cuya raíz Marx sitúa en la alienación del trabajo. Marx habla de
las especialización del trabajo y de cómo la industria aboca a los obreros a
realizar de forma mecánica una tarea de por vida, sin posibilidad de decidir su
destino y sin opción de apropiarse de su trabajo. La revolución socialista, nos
anuncia, pondrá fin a esa alienación para permitir una formación politécnica
que ha quedado para siempre simplificada en la célebre cita de Marx: bajo el
socialismo, el hombre podrá ser “cazador por la mañana, pescador a mediodía y
agricultor por la tarde”.
Paradójicamente, el devenir del capitalismo ha dado lugar al crecimiento
de unas clases medias que han visto aumentar notablemente su capacidad de
decisión sobre aspectos de formación y orientación profesional. El capitalismo
también ha dejado atrás el mundo industrial y agrario para el que fue formulada
la teoría marxiana, y el desarrollo tecnológico, con su promesa robótica, no
solo ha desatado las alarmas sobre el potencial aumento del ejército industrial
de reserva, también ha permitido elucubrar hipótesis sobre la abolición del
trabajo y su alienación.
Así, irónicamente, la evolución del capitalismo podría acercarnos a la
utopía socialista de Marx, no por contradicción, sino por convergencia. No
obstante, es previsible que el desarrollo técnico siga siendo origen de
desigualdades crecientes que podrán explicarse en base a la propiedad de la tecnología,
razón por la que ya se han inaugurado debates en torno a la pregunta de si
deberían pagar impuestos los robots.
Marx no pudo conocer la evolución económica del capitalismo y tampoco la
plasmación política que sus herederos intelectuales acometieron. Es imposible
aventurar qué pensaría hoy, pero a buen seguro se sentiría ajeno a las ideas
que ha enarbolado buena parte del marxismo autoproclamado en los siglos XX y
XXI, bien por su manifestación despótica, bien por su estetización y
conformismo teóricos.
Cabe preguntarse qué clase social señalaría hoy Marx como motor para un
cambio en las relaciones de producción. Con una clase obrera industrial en
retirada y una progresiva fragmentación de los colectivos de trabajadores, a
los que la especialización ha hecho cada vez más heterogéneos, quizá quepa
buscar la naturaleza de la movilización social en un elemento de identificación
distinto del desempeño profesional. El pegamento nacionalista predomina hoy
sobre las causas materiales en el Occidente posmoderno, la revolución ya no
vive más que en un cierto estilo discursivo y en una estética, y los perdedores
del sistema, trabajadores precarios, temporales y parados, en su mayoría
jóvenes, como los obreros de ayer, no quieren una revolución desquiciante: solo
sueñan con mejorar su suerte aquí y ahora.
La posmodernidad ha dejado atrás el materialismo marxista, pero no su
dialéctica hegeliana. En la estrategia del populismo emergente resuenan,
desprovistas de conciencia obrera, las palabras de Marx: “Para que una clase
represente a toda la sociedad, se requiere, en cambio, que todos los vicios de
esa sociedad estén concentrados en otra clase”.
Muchos de los postulados de Marx han sido desmentidos por la historia,
pero otros continúan teniendo validez. Cuando se cumplen doscientos años de su
nacimiento, y lejos ya de la caída del Muro de Berlín, tal vez sea el momento
de poder valorar su pensamiento y su obra con la serenidad y el
desapasionamiento para los que tantos marxistas y antimarxistas (vienen a ser
lo mismo: los segundos suelen ser antiguos marxistas arrepentidos que tratan de
expiar sus pecados de juventud) se han revelado incapaces. Ninguna filia,
ninguna fobia debería impedirnos juzgar al alemán como un genio.
Una vez le preguntaron a Marx: “¿Cuál es el defecto que más detesta?”, a
lo cual respondió: “El servilismo”. En efecto, Marx pensaba que los hombres
son, por naturaleza, prácticamente iguales, pero que hay relaciones sociales
que se imponen a los individuos y que determinan sus condiciones de vida. Es,
como dijo Aron, una idea humanista y republicana que sigue siendo válida, y que
también es compatible con el hecho de que Marx fuera, en lo personal, un hombre
insoportable y mezquino. Sirva como epitafio del barbudo de Tréveris esta otra
apreciación de Aron, que sin haber sido marxista (o precisamente por ello) fue,
quizá, el intelectual que más respeto mostró por su obra y su figura: “Vivió
para sus ideas, vivió para la revolución, con una indiferencia total hacia el
confort de la existencia y el éxito práctico”.
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