Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Samuel nació en Caracas hace 28 años. Llegó a la Argentina
por primera vez de vacaciones y se enamoró de Buenos Aires. Años después, harto
de la situación de su país y viendo que estaba al borde de la pobreza teniendo
un trabajo que en cualquier otro país le permitiría llevar una vida holgada,
vendió lo último que le quedaba –su “carro”– que, por esas cosas de las
diferentes cotizaciones del dólar, le alcanzó para pagarse dos pasajes.
Llegó a
Buenos Aires con su esposa de manera legal, por el aeropuerto de Ezeiza y con
los papeles en la mano. Tanto él como su esposa tienen dos títulos
universitarios cada uno. Ella trabaja de mesera en un bar de Palermo por unos
pocos pesos más la propina. Él atiende un kiosco de siete de la tarde a siete
de la mañana del día siguiente. La semana pasada fui testigo del primer
comentario despectivo que recibió cuando un señor muy bien vestido le recriminó
que le quitara el trabajo a los argentinos. Como si algún argentino con dos
títulos universitarios aceptara atender un kiosco doce horas por noche seis día
a la semana. Como si hubieran echado a un ingeniero para darle el puesto.
La primera vez que me llamó la atención la inmigración fue a
mediados de los años noventa, cuando a Buenos Aires empezaron a llegar oleadas
de bolivianos. El motivo principal por el que les presté atención obedece al
más sencillo principio del asombro: no cumplían con el parámetro de porteño
medio. De rasgos aborígenes, vestidos con ropas de colores insoportablemente
estridentes y las mujeres con sombreros. No hubieran pasado desapercibidos ni
con niebla.
Hoy, en tiempos en los que muchos se preocupan
humanitariamente por el conflicto sirio o porque nadie llora por los muertos
del huracán de Haití –que con la guita que recibe después de cada desastre ya
debería tener la infraestructura de Dubai– nos hacemos bien los boludos con la
inmigración silenciosa del hambre venezolano. Rostros europeizados en su
mayoría, salvo que se pongan a hablar, ni nos enteramos de que no son de acá.
Pero si alguno se pone a charlar con ellos –y no para pedirles que se vuelvan a
su país– puede encontrarse con una realidad tristísima: el éxodo de gente que
vende lo poco que le queda para poder irse del país al que aman. No es un
detalle menor, ya que esos que pueden irse son los afortunados.
Natalín usa un ambo verde en la guardia de una clínica
privada céntrica. Sí, es médica. Charlando con ella uno puede sacarse todos los
prejuicios de encima –si hay algo que nunca sobra en ningún país son médicos– y
anoticiarse que no vino al país para estudiar, sólamente, sino que vino a
cumplir con los años de residencia que necesita para poder ejercer la medicina
en su país, Colombia. Le pagan en blanco, tributa ganancias, paga el 21% de IVA
en cada compra, usa el transporte público, alquila. En Colombia tendría que
pagar para ejercer la medicina hasta sumar los años necesarios en un sistema
perverso. Aquí trabaja.
Lo de la xenofobia argentina debería ser un tema para tratar
en terapia. A veces solapada por la culpa, otras oculta tras la corrección
política, otras tantas a flor de piel cuando necesitamos culpar a alguien por
lo que otro nos sacó, el desprecio selectivo a quien no es de acá, es un asunto
que se cuela alguna vez en todas las familias. En todas. Entre mis ocho
bisabuelos sumo tres nacionalidades distintas y ninguna es inca o querandí. Ni
siquiera tengo una gota de sangre española como para reclamar derechos
naturales y coloniales. Y a excepción del puñado de 100 apellidos patricios y
los pocos aborígenes no mestizados que quedan en el territorio, el resto de los
argentinos llegó o nació de los que llegaron tiempo después. Mucho tiempo
después.
Uno de mis abuelos nació en un conventillo. Está claro que
el poder adquisitivo de su padre no podría costear los tributos al Estado que
pudieran justificar el uso del pupitre en un establecimiento educativo. Lo
mismo que la mayoría de nuestros abuelos: no tenían guita que justifique la
inversión que el Estado argentino hizo en ellos y, a largo plazo, en nosotros.
Mi abuelo tuvo educación primaria, secundaria y terciaria. Su hermana se
recibió de abogada en la UBA. Mi otro abuelo no pudo terminar sus estudios,
pero la realidad de un país en el que nadie le preguntaba la nacionalidad antes
de darle un empleo lo hizo salir adelante y brindarle educación a sus hijos.
Nota al margen: ninguno de mis abuelos se salvó del “tano de mierda”.
Ya sé, me van a venir con que la sociedad era distinta
porque un europeo encajaba de lo más lindo en este paraíso de mansiones de la
calle Alvear. Por eso terminaron todos viviendo en casas levantadas como
pudieron en terrenos en Loma del Orto y laburando de albañiles, zapateros,
verduleros y otros oficios propios de la nobleza europea y fueron tratados como
aristócratas con títulos nobiliarios como Moishe tacaño, Gaita ignorante y Tano
bruto.
Un cacho de cultura tributaria. La educación pública en
Argentina se financia con presupuesto estatal, en su mayor parte con recursos
de libre disponibilidad. Esto quiere decir que se lo banca con impuestos en
general, que no hay un producto o tributo específico que diga “mantenimiento
educativo”. En una época lo hubo: en 1999 el Estado creó el “impuesto docente”
mediante el cual los que tenían auto pagaban un tributo destinado, básicamente,
a borrar la carpa blanca de la plaza de los Dos Congresos.
Al no existir un tributo directo, cualquier boludo que
compra un alfajor, un champú, un dentífrico o una botella de gaseosa, está
dejando poco más de un quinto de su precio en Impuesto al Valor Agregado. Y no
es poca cosa: nuestro 21% es el sexto IVA más caro del mundo.
La presión impositiva en nuestro país es insoportable. Lo
sabemos y lo padecemos. Muchos ponen el grito en el cielo y ratifican su
postura al saber que el impuesto inmobiliario también forma parte de la
recaudación y eso es algo que se puede utilizar para financiar la educación
pública. Relax, estimado lector: el inmigrante no es de residir en una
alcantarilla, y, por lo general, el que viene a estudiar es de alquilar. Como
todos saben, aunque la ley diga lo contrario, los que alquilan se hacen cargo
de pagar los impuestos inmobiliarios y municipales.
A ello hay que sumarle que para poder mantenerse en la
Argentina requieren de alguna de estas dos opciones: o reciben remesas de sus
padres, que no es otra cosa que dinero contante y sonante que ingresa al país
para circular en el comercio y terminar en buena parte recaudado por el Estado
en impuestos, o trabajan. Y si laburan y no pagan el impuesto a las ganancias
es porque cobran miseria. Para redondear, los que están en blanco pagan aportes
patronales para una jubilación que, si se vuelven a sus países una vez
finalizados sus estudios, no cobrarán never in the puta life.
Del otro lado de la misma moneda nos encontramos con el
debate que algunos quieren dar también amparados en la falta de sentido común:
el caso de los que provienen de familias pudientes y van a la universidad
pública. Son los que el viernes a la noche estacionan el cero kilómetro en las
inmediaciones de la facultad y faltan alguna que otra vez porque se fueron a
pasar el fin de semana a Long Beach. Suponer que no se merecen la educación
pública es, nuevamente, no entender que, si son los que más tienen, son los que
más gastan y, por ende, los que más aportan al tesoro. ¿Por qué impedirles que
utilicen una universidad que también financian?
Lo que sí es cierto es que muchos de los que ingresan a la
universidad pública provienen de una educación primaria y secundaria privada.
Estadísticamente, los que provienen de la educación pública son los menos y esto
habla de distintas necesidades: el desastre del nivel educativo y la necesidad
de salir a laburar full time picaban en punta hasta hace unos años. Hoy
comparten el trono con las ganas de no hacer un choto.
Sí, es cierto que muchos avivados se aprovechan de las
bondades de Argentina, pero no por nuestra legislación generosa que proviene de
nuestra Constitución Nacional, si no por la falta de controles en la aplicación
de la normativa. El ejemplo de los tours de salud que provienen de países
limítrofes para atenderse en hospitales públicos con turnos que les sacan desde
agencias de turismo, o los simpaticones que llegan al país, se toman un
terrenito, y luego exigen que se los den o, en el mejor de los casos, se los
vendan, que lo quieren pagar, como si estuviéramos en un universo paralelo en
el que una propiedad se puede pagar en 550 mil cuotas de veinte pesos. Ni que
hablar de los que cruzan el Pilcomayo, cobran el plan, votan y se vuelven a
Paraguay. Solo un tuerto emocional puede cruzarse con un laburante o un
estudiante extranjero y recriminarle la toma de terrenos o las chantadas
clientelistas norteñas.
Ahora que está de moda revolearnos estadísticas por la
cabeza, también hay que agregar que el 5,7% de todos los presos que tienen el
sistema penitenciario argentino es extranjero. Como suena bajito, digámoslo al
revés: el 94,3% de los presos de Argentina son argentinos. 94 personas y dos
brazos de cada cien. Nueve personas y un torso de cada diez. O sea: en el único
rubro en el que existen estadísticas reales para afirmar si nos sacan lugares
de privilegio, es en el penitenciario. Y no, ahí les ganamos por paliza y nadie
nos quita una celda para dársela a un foráneo.
Puedo entender otro tipo de soluciones que se podrían
aplicar para paliar nuestra necesidad de culpar a otros por nuestros problemas,
como arancelar la universidad para quien viene de afuera, o enviar el resumen
de gastos hospitalarios a las respectivas embajadas de cada ciudadano del
mundo, pero nuestra Constitución Nacional lo impide. Lo que sí es remarcable es
que, todos aquellos que dicen que no se puede comparar esta inmigración que
viene a utilizar nuestras universidades con las de nuestros abuelos, tienen
razón: a nuestros abuelos el Estado les dio alojamiento, abrigo y comida, les
buscó trabajo y les facilitó los trámites con ese temita del idioma. Ah, además
les permitió usar la salud y la educación pública.
Nunca terminaré de entender esa cosa de recordar las raíces
europeas de nuestros abuelos –que, si tan aceptados eran en sus países de
origen, no tendrían que haberlo abandonado contándose las costillas del
hambre–, mencionar nuestro pasaporte italiano/europeo en alguna que otra
charla, y ratificarnos ultra nacionalistas para delirar a Brasil en un partido
de fútbol o cada vez que aparece un tipo que habla con acento de telenovela y
cuyo único pecado cometido es el de haber llegado después que nosotros.
Y todos nos hacemos los boludos con los destrozos de
nuestros manifestantes vernáculos, de los robos, estafas y homicidios de
nuestros compatrióticos compatriotas. Y mejor ni hablar de los problemas que
generaron, generan y generarán nuestros políticos bien argentinos, en nombre de
la Patria, ésa que nos ponemos al hombro cada cuatro años, siempre y cuando a
la selección le vaya bien, o cuando vemos a una persona que habla el castellano
con un acento extraño, sea venezolano, colombiano o correntino. Parte de
nuestra idiosincrasia: si no se le entiende nada, lo vemos con otros ojos,
aunque sea un mafioso ucraniano. Sólo por dar un ejemplo, desde 2013 ingresaron
25 mil ciudadanos italianos a la Argentina para probar suerte. A diferencia de nuestros
abuelos, vienen instruidos, con título y experiencia. Si no fueran físicamente
idénticos al porteño promedio, serían el terror del nacionalista.
Supongo que está inexplicablemente en nuestra cultura.
Vienen a quitarnos los trabajos que rechazamos, las camas de los hospitales que
no usamos y los pupitres de las universidades de las que egresan sólo el 14% de
quienes se inscribieron. Nadie saca cuentas de cuánto le cuesta al Estado cada
estudiante crónico, ni mucho menos se hacen eco de la última encuesta
universitaria de la UBA en la que el 84% de los alumnos se manifestaron a favor
de un examen de ingreso.
Pero en definitiva, son detalles. Después de todo, con
nuestra plata hacemos lo que queremos, qué carajos.
Agregado 1° de marzo
de 2018:
No hay respuestas nuevas a los mismos planteos. El texto
anterior tiene más de un año y, sin embargo, fue escrito con un microclima de
xenofobia mucho más leve que el de esta semana.
Diría que no puedo creer el nivel de virulencia hacia el
extranjero que tiene nuestra sociedad promedio, pero me equivocaría por partida
doble. Primero, porque no somos una sociedad xenofóbica; en todo caso el
xenófobo, como buen fanático, es gritón, además de bruto. Y sabemos bien que
los brutos necesitan gritar e imponer sus verdades. En segundo lugar, porque
cada vez que algún evento lo amerita, los gritones salen a manifestar su
xenofobia de manera inmediata.
Aterroriza el nivel de argumentos que he leído y oído en los
últimos días para manifestar una postura filosófica frente a un puto conflicto
diplomático menor. Aprentemente todos los bolivianos son culpables de un
supuesto acto administrativo de un funcionario. Si el resto de los habitantes
del mundo nos midiera con la misma vara por los actos cometidos por nuestros gobernantes
en los últimos siglos, ya habríamos sido expulsados del sistema solar.
No hay forma de ser tan hipócrita de luchar contra el
bullying y hablar delante de nuestros propios hijos sobre la superioridad que
tenemos frente a los demás. Una superioridad tan pedorra que tenemos que
agradecer la existencia de Nicolás Maduro para no quedar en el furgón de cola
de los países más deprimentes del siglo XXI. Pero ahí los leo, aplaudiendo a
Vargas Llosa mientras también putean a los peruanos.
Una cosa es un planteo proteccionista frente a recursos de
suma necesidad y urgencia. Pero ni siquiera el gobierno plantea echar a nadie.
Sólo pretende reciprocidad.Pero bastó esta noticia para que el ario que todos
llevan dentro aflore y meta a todos en la misma bolsa, legales, ilegales,
delincuentes, laburantes. No entiendo de qué se agarran para declarar la guerra
por la pureza nacionalista. ¿Alcanzan unos cientos de extranjeros para meter a
todos en la misma bolsa? ¿En serio?
Hasta he visto pacientes quejarse de que el médico es
colombiano o venezolano. Se ve que lo importante no es curarse, sino que nos
cure un argentino hecho y derecho. Y todos sabemos que un argentino hecho y
derecho tiene que ser argentino, pero no tanto. Estamos recibiendo la primera
oleada de inmigrantes universitarios y nos quejamos. Son profundamente
antisocialistas, y nos quejamos.
Ni siquiera puedo decir que me genera bronca. Sólo siento
angustia de pensar en mis abuelos siendo recibidos por esta sociedad sin
siquiera hablar el idioma. Y antes que vuelvan a decirme que no es lo mismo
aquella inmigración que esta, les recuerdo que esas casitas pintorescas de La
Boca son casillas de chapa pintada de peor calidad que las villas. Del mismo
modo, las mafias de principio de siglo no eran bolivianas ni peruanas, sino
italianas y ucranianas. Y eso de venir a cumplir la ley sin pedirle nada al
Estado se cae a pedazos desde el Hotel de Inmigrantes hasta la huelga de
inquilinos.
Pero son detalles. Detalles que preferimos olvidar y pasar
por alto. Porque alguna vez, en la rambla de Mar del Plata, un avivado nos
vendió la heráldica de nuestro apellido y descubrimos que somos descendientes
del Duque de la Cadorcha. O porque necesitamos revalidar que alguien en nuestra
familia se rompió el orto para salir de la pobreza lejos del lugar que lo vio
nacer. Y está claro que no somos nosotros.
Argentinos nacidos en Europa descansan de a quinientos por metro cuadrado en un palacio de arquitectura neorrenacentista previo a salir a trabajar la tierra de San Telmo. |
Giovedi. La vita è ciò che accade mentre guardi ciò che fa
l’uomo accanto a te.
Publicado por Lucca
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