Por Mario Vargas Llosa |
Pero lo que me tiene más desmoralizado últimamente es la sospecha de
que, al paso que van las cosas, no es imposible que la literatura, lo que mejor
me ha defendido en esta vida contra el pesimismo, pudiera desaparecer. Ella ha
tenido siempre enemigos. La religión fue, en el pasado, el más decidido a
liquidarla estableciendo censuras severísimas y levantando hogueras para quemar
a los escribidores y editores que desafiaban la moral y la ortodoxia. Luego
fueron los sistemas totalitarios, el comunismo y el fascismo, los que
mantuvieron viva aquella siniestra tradición. Y también lo han sido las
democracias, por razones morales y legales, las que prohibían libros, pero en
ellas era posible resistir, pelear en los tribunales, y poco a poco se ha ido
ganando aquella guerra —eso creíamos—, convenciendo a jueces y gobernantes que,
si un país quiere tener una literatura —y, en última instancia, una cultura—
realmente creativa, de alto nivel, tiene que tolerar en el campo de las ideas y
las formas, disidencias, disonancias y excesos de toda índole.
Ahora el más
resuelto enemigo de la literatura, que pretende descontaminarla de machismo,
prejuicios múltiples e inmoralidades, es el feminismo. No todas las feministas,
desde luego, pero sí las más radicales, y tras ellas, amplios sectores que,
paralizados por el temor de ser considerados reaccionarios, ultras y
falócratas, apoyan abiertamente esta ofensiva antiliteraria y anticultural. Por
eso casi nadie se ha atrevido a protestar aquí en España contra el “decálogo
feminista” de sindicalistas que pide eliminar en las clases escolares a autores
tan rabiosamente machistas como Pablo Neruda, Javier Marías y Arturo Pérez-Reverte.
Las razones que esgrimen son tan buenistas y arcangélicas como los manifiestos
que firmaban contra Vargas Vila las señoras del novecientos pidiendo que
prohibieran sus “libros pornográficos” y como el análisis que hizo en las
páginas de este periódico, no hace mucho, la escritora Laura Freixas, de
la Lolita de Nabokov, explicando que el protagonista
era un pedófilo incestuoso violador de una niña que, para colmo, era hija de su
esposa. (Olvidó decir que era, también, una de las mejores novelas del siglo
veinte).
Naturalmente que, con ese tipo de aproximación a una obra literaria, no
hay novela de la literatura occidental que se libre de la incineración. Santuario, por ejemplo, en la que el degenerado
Popeye desvirga a la cándida Temple con una mazorca de maíz ¿no hubiera debido
ser prohibida y William Faulkner, su autor, enviado a un calabozo de por vida?
Recuerdo, a propósito, que la directora de La Joven Guardia, la editorial rusa
que publicó en Moscú mi primera novela con cuarenta páginas cortadas, me aclaró
que, si no se hubieran suprimido aquellas escenas, “los jóvenes esposos rusos
sentirían tanta vergüenza después de leerlas que no podrían mirarse a la cara”.
Cuando yo le pregunté cómo podía saber eso, con la mirada piadosa que inspiran
los tontos, me tranquilizó asegurándome que todos los asesores editoriales de
La Joven Guardia eran doctorados en literatura.
En Francia, la
editorial Gallimard había anunciado que publicaría en un volumen los ensayos de
Louis Ferdinand Céline, quien fue un colaborador entusiasta de los nazis
durante los años de la ocupación y era un antisemita enloquecido. Yo no le
hubiera dado jamás la mano a ese personaje, pero confieso que he leído con
deslumbramiento dos de sus novelas —Voyage au bout de la nuit y Mort à Crédit— que, creo, son dos obras maestras
absolutas, sin duda las mejores de la literatura francesa después de las de
Proust. Las protestas contra la idea de que se publicaran los panfletos de
Céline llevaron a Gallimard a enterrar el proyecto.
Quienes quieren
juzgar la literatura —y creo que esto vale en general para todas las artes—
desde un punto de vista ideológico, religioso y moral se verán siempre en
aprietos. Y, una de dos, o aceptan que este quehacer ha estado, está y estará
siempre en conflicto con lo que es tolerable y deseable desde aquellas
perspectivas, y por lo tanto lo someten a controles y censuras que pura y simplemente
acabarán con la literatura, o se resignan a concederle aquel derecho de ciudad
que podría significar algo parecido a abrir las jaulas de los zoológicos y
dejar que las calles se llenen de fieras y alimañas.
Esto lo explicó muy bien Georges Bataille en varios ensayos, pero, sobre
todo, en un libro bello e inquietante: La literatura y el mal. En
él sostenía, influido por Freud, que todo aquello que debe ser reprimido para
hacer posible la sociedad —los instintos destructivos, “el mal”— desaparece
sólo en la superficie de la vida, no detrás ni debajo de ella, y que, desde
allí, puja para salir a la superficie y reintegrarse a la existencia. ¿De qué
manera lo consigue? A través de un intermediario: la literatura. Ella es el
vehículo mediante el cual todo aquel fondo torcido y retorcido de lo humano
vuelve a la vida y nos permite comprenderla de manera más profunda, y también,
en cierto modo, vivirla en su plenitud, recobrando todo aquello que hemos
tenido que eliminar para que la sociedad no sea un manicomio ni una hecatombe
permanente, como debió serlo en la prehistoria de los ancestros, cuando todavía
lo humano estaba en ciernes.
Gracias a esa
libertad de que ha gozado en ciertos períodos y en ciertas sociedades, existe
la gran literatura, dice Bataille, y ella no es moral ni inmoral, sino genuina,
subversiva, incontrolable, o postiza y convencional, mejor dicho muerta.
Quienes creen que la literatura se puede “adecentar”, sometiéndola a unos
cánones que la vuelvan respetuosa de las convenciones reinantes, se equivocan
garrafalmente: “eso” que resultaría, una literatura sin vida y sin misterio,
con camisa de fuerza, dejaría sin vía de escape aquellos fondos malditos que
llevamos dentro y estos encontrarían entonces otras formas de reintegrarse a la
vida. ¿Con qué consecuencias? El de esos infiernos donde “el mal” se manifiesta
no en los libros sino en la vida misma, a través de persecuciones y barbaries
políticas, religiosas y sociales. De donde resulta que gracias a los incendios
y ferocidades de los libros, la vida es menos truculenta y terrible, más
sosegada, y en ella conviven los humanos con menos traumas y con más libertad.
Quienes se empeñan en que la literatura se vuelva inofensiva, trabajan en
verdad por volver la vida invivible, un territorio donde, según Bataille, los
demonios terminarían exterminando a los ángeles. ¿Eso queremos?
© Mario Vargas Llosa
© El País (España)
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