Por José Nun (*) |
¿Qué diferencias principales lo separan de las
versiones clásicas del liberalismo? Este fue cobrando forma en el siglo XVII
europeo, cuando por primera vez las personas fueron consideradas individuos.
Hasta entonces, la unidad mínima eran la tribu, la aldea o la comunidad. Los
padres del liberalismo no solo pusieron en el centro de la escena al individuo,
sino que lo juzgaron libre por naturaleza. Un siglo después, los fisiócratas
sostuvieron que el mercado y la libre competencia constituían la expresión más
alta y natural de las libertades individuales: " Laissez faire,
laissez passer, le monde va de lui même" (dejen hacer, dejen pasar, el
mundo marcha solo).
Por esos años, aparecieron en Inglaterra los
trabajos de Adam Smith, y los liberales se enfrentaron con fuerza tanto al
absolutismo monárquico como a la dominación de la Iglesia. Solo que había un
problema. Las libertades individuales, por más naturales que sean, deben ser
protegidas y, para eso, "el gobierno resulta un mal necesario" (Tom
Paine). ¿Cómo impedir que abuse de su poder? Dos fueron las soluciones
articuladas en los siglos XVIII y XIX, y sentaron las bases del republicanismo.
Una, la división de poderes, para que se controlen entre ellos y no se
concentren. Y la otra, las elecciones periódicas, para dar voz a los ciudadanos
y evitar que quienes gobiernan se perpetúen en el poder. Claro que solo votaban
los propietarios y los educados, quienes se suponía que tenían interés en la
sociedad.
El siglo XIX estuvo jalonado por las luchas para
ampliar el sufragio, lo cual generó un quiebre en las filas liberales. Ante el
avance del capitalismo con sus secuelas de explotación y de miseria,
aparecieron sectores que afirmaban que el gobierno no podía limitarse a
proteger la libertad, sino que debía promoverla, eliminando obstáculos tan
graves como la pobreza, la enfermedad o la ignorancia y poniéndoles freno a los
terratenientes y a los grandes monopolios. Para diferenciarse de los
partidarios dellaissez faire, estos sectores apelaron al prefijo
"neo" y así ingresó por primera vez al Oxford Dictionary, en 1898, la
palabra "neoliberalismo". De este modo el liberalismo clásico se
bifurcó en un ala económica y otra política. En esta segunda se inscribirían en
el siglo XX figuras como John M. Keynes y William Beveridge, dos de los
impulsores del Estado de bienestar de la segunda posguerra.
El neoliberalismo contemporáneo recoge las banderas
liberales clásicas de la libertad individual, de la libre competencia y de los
cambios graduales consecuentes. Pero, ante todo, rechaza la idea de que las
libertades individuales o el mercado sean realidades naturales cuya existencia
pueda darse por descontada. Por el contrario, deben ser creadas y construidas
desde el poder. Si esto lo distancia de la versión económica (y antiestatista)
del viejo liberalismo, su defensa de los monopolios y su crítica al
igualitarismo lo alejan también de la versión política.
Quien mejor elaboró estas cuestiones fue el
austríaco Friedrich von Hayek. En 1947 fundó en Suiza la Sociedad Mont Pelerin,
que desde entonces se reúne anualmente en distintos países. El objetivo de
Hayek era producir una nueva filosofía moral y política que trascendiese el
campo de la economía y constituyera una crítica radical al Estado de bienestar,
al socialismo y al populismo. El paso inicial para hacerlo fue multiplicar think
tanks que, financiados por las empresas, difundieran una nueva visión
del mundo llamada a redefinir el sentido común imperante. Su éxito ha hecho que
quienes hoy defienden principios neoliberales suelan tomarlos por dados y
probablemente nunca hayan leído a Hayek.
Era inevitable que este programa fuese variando
según los lugares a los que debía adaptarse y, además, tendiera a combinarse
con los postulados económicos neoclásicos, impulsados desde los años 30 por la
Universidad de Chicago. Es lo que pasó en Chile, donde la dictadura de Pinochet
desmanteló brutalmente las instituciones levantadas por el gobierno de Allende
y aplicó una terapia de shock para terminar con la inflación. Sus opositores
resucitaron entonces la palabra "neoliberalismo" para referirse a un autoritarismo
privatizador y antipopular que nada tenía de liberal. El término se aplicó de
inmediato a casos similares como los de Singapur, Corea del Sur y Taiwán.
Pero no ha sido este el significado que prevaleció
en contextos no autoritarios como los europeos o norteamericanos. Ciertamente,
también allí se entiende imprescindible una fuerte intervención estatal para
construir sociedades de mercado estables, pero la vía para hacerlo debe ser
democrática. Solo que el temor histórico al abuso se ha invertido: ahora se
desconfía menos del gobierno que de la democracia misma. Es sintomático el
título del libro que publicaron Huntington, Crozier y Watanuki en 1975: La
crisis de la democracia. Financiado por la poderosa Comisión Trilateral,
creada por las mayores empresas transnacionales, el tema que recorre la obra es
el del exceso. El capitalismo, argumentan, no puede tolerar demasiada
participación de los ciudadanos en la vida pública, salvo que estos se ajusten
al ideal abstracto de libertad individual que predica el neoliberalismo. De ahí
la crisis a la que habrían conducido a sus sociedades los llamados Estados
benefactores.
La consecuencia es que los partidarios del
neoliberalismo apoyan una forma acotada de democracia republicana, cuyas
restricciones pasan desapercibidas en muchos lugares por contraste con los
bochornosos regímenes populistas que lo precedieron o lo amenazan. Así, la
separación de poderes no es un dogma y resulta legítimo que un gobierno
presione a la Justicia o designe a figuras de su mismo palo en agencias que
deben controlar su gestión. Lo decisivo es no ceder posiciones adquiridas que
se estiman cruciales. Por eso es habitual que se multipliquen las auditorías a
la burocracia o que gran parte de sus tareas se tercericen para dejarlas en
manos de sectores adictos.
Impugnar la concentración de la riqueza es ajeno al
credo neoliberal. Por el contrario, se la juzga un factor de progreso en la
medida en que una ciudadanía ambiciosa e imbuida de una racionalidad neoclásica
se empeñará en emular a los que más tienen. A su vez, la igualdad económica no
se considera un valor, sino un reclamo propio de los perdedores, que esgrimen
argumentos perimidos. De ahí que la redistribución progresiva del ingreso nunca
aparezca como una alternativa válida, aun en situaciones de crisis. Sí, en
cambio, el endeudamiento y la máxima apertura posible de la economía, para que
fluya libre mente el capital y lleguen las inversiones, en un mundo globalizado
que tutelan organismos internacionales afines.
Cierro este rápido esbozo planteando un problema y
adelantándome a una pregunta. El problema es que el neoliberalismo como tal (a
semejanza de su archirrival, el populismo) ha fracasado en todo el mundo, salvo
que se confunda un crecimiento episódico y excluyente con el desarrollo social
sustentable y equitativo. Por eso, sobran ejemplos de que los políticos
neoliberales en el poder se vuelven tenaces promotores de la esperanza: estamos
mal, pero vamos bien.
La pregunta previsible es si acaso nuestro gobierno
es neoliberal. Creo que muchos de sus funcionarios y seguidores no lo son, pero
que torna hegemónico al conjunto un núcleo duro encabezado por el Presidente,
que, por lo que llevo dicho, sí lo es. Aunque la lamentable situación heredada
los obligue a ser flexibles y a que su neoliberalismo sea menos un fruto del
conocimiento teórico que de un sentido común largamente aprendido.
(*) Politólogo,
fue secretario de Cultura de la Nación
© La Nación
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