Por Arturo Pérez-Reverte |
Aquello dejaba un rastro
de pueblos en llamas, casas destruidas, enjambres de moscas zumbando sobre
cadáveres tirados por todas partes. El paisaje de Croacia, como más tarde
Bosnia, era idéntico al fondo de El triunfo de la Muerte, de
Brueghel. Parecía el mismo lugar y la misma guerra. En realidad, lo era.
Estábamos allí ganándonos el jornal: Márquez con su
cámara, Jadranka, nuestra intérprete croata, y el arriba firmante. Aquel día la
Armija yugoslava atacaba fuerte en Okuçani, y allá nos fuimos temprano, para
contarlo en el telediario. Cuando llegamos el pueblo ardía, y mientras los
hombres peleaban al otro lado, intentando contener a los tanques serbios,
mujeres, niños y ancianos intentaban escapar por la carretera. De vez en cuando
caía un zambombazo de artillería que aceleraba la desbandada y el pánico.
Dejamos el coche a un lado y nos pusimos a trabajar. Las imágenes no las
describo porque esa misma noche salieron en el telediario. De pie entre aquella
locura, sereno como siempre, el ojo pegado al visor y un cigarrillo en la boca,
Márquez lo grababa todo. Después nos metimos en el pueblo en dirección a donde
sonaban los tiros, para completar el curro. De pronto dejamos de ver gente.
Sólo calles desiertas, ruido de tiros y cristales rotos. Territorio comanche.
Jadranka era alta, tranquila y muy valiente. Le
pagábamos una pasta por trabajar con nosotros, pero lo que hacía no podía
pagarse con dinero. Aquel otoño, en tres meses de combates y sobresaltos, vi su
cabello, originalmente oscuro, encanecer por completo. Negro en Petrinja y gris
en Vukovar. En aquella campaña Jadranka nos sacó de muchos apuros; y nosotros a
ella, de alguno. La única vez que Márquez y yo renunciamos a una gran exclusiva
fue a causa de Jadranka, para evitar que cayera en manos de los serbios. Pero
no me arrepiento, ni Márquez tampoco. De todas formas, ésa es otra historia.
Aquel día en Okuçani estuvo estupenda, como siempre. Y fue ella quien nos
señaló al pequeño grupo de gente que corría entre las casas en llamas: dos
mujeres jóvenes con niños pequeños, un anciano que apenas podía caminar y una
mujer también mayor, enlutada.
Márquez y yo les salimos al paso. Y se asustaron.
Dos tíos con casco y chaleco antibalas que aparecen de pronto entre la humareda
y les apuntaban con una cámara, parecida a un arma, no era en absoluto
tranquilizador. Y entonces, de pronto, me di cuenta de que la anciana llevaba
en las manos una escopeta de caza, y que al vernos se la echaba a la cara, a
bocajarro, dispuesta a mandarnos al otro barrio sin más trámite. Decidida y
mortal. Alcé las manos y grité «¡Novinar, novinar!» para que
supiera que éramos periodistas, pero seguía apuntándonos con el dedo en el
gatillo, y si no llega a interponerse Jadranka, largando en croata, la abuela
nos limpia el forro. Pocas veces estuve tan seguro de que nos iban a matar.
Después, mientras los ayudábamos a salir de allí,
Jadranka nos fue traduciendo la historia. Los hombres de la familia combatían
en las afueras del pueblo; y el abuelo, descompuesto por la edad y el terror,
no servía para nada. Los chetniks violaban a las mujeres jóvenes, así que era
la abuela la que cuidaba de sus nueras, su marido y sus nietos, llevando para
protegerlos la vieja escopeta de caza de la familia. Era una vieja bajita,
regordeta, de casi setenta años, con un pañuelo en la cabeza y un hatillo donde
llevaba unos mendrugos de pan, tres latas de sardinas y una docena de cartuchos
de postas. Miraba a Márquez con suspicacia y desafío mientras éste la filmaba,
sin soltar el arma, con el dedo rozando el guardamonte. Como si no acabara de
fiarse del todo. Y mientras yo la observaba caminar y volverse de vez en cuando
a comprobar que sus nueras, nietos y marido la seguían, y veía a su lado a
Jadranka, erguida pese a la fatiga, tiznada de humo y sucia de barro, con aquel
pelo que ya agrisaban las primeras canas, pensé que los hombres miramos desde
fuera a las mujeres. Vivimos con ellas, las amamos, halagamos, toleramos y
utilizamos. Creemos conocerlas, pero en realidad no sabemos nada. Absolutamente
nada. Hasta que cualquier día, en Okuçani o en donde sea, las forzamos a coger
la escopeta y pelear. Y entonces te hielan la sangre.
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