Por Martín Caparrós |
En Argentina un periodista, Luis Majul, lleva meses
difundiendo grabaciones de las charlas telefónicas entre Cristina Fernández
viuda de Kirchner, expresidenta, ahora senadora, y su ladero Oscar Parrilli,
exjefe de la inteligencia nacional, ahora su felpudo.
En ellas, la señora le ordena operaciones despiadadas: “Salí a matarla. Hay que empezar a pincharla para que explique de qué vive”, dice, por ejemplo, sobre una diputada que la denunció en la justicia. Pero lo que más impresiona es cómo insulta y maltrata a su privado. La escucha más reciente incluye una frase que permite incluso ensoñaciones: “Me calienta que seas tan pelotudo; me calienta mucho que seas tan pelotudo”, le lanza, entre otras flores, la señora.
Mientras tanto, en España, una cadena de televisión, Antena
3, difundió en plena semana feminista una charla del año pasado entre Lluís
Salvadó, entonces secretario de Hacienda de la Generalidad de Cataluña, ahora
cesado y todavía diputado regional, y un amigo ignoto. Hablaban de la necesidad
de remplazar a la consejera de Educación y de la dificultad de encontrar
mujeres para cargos, y entonces de pronto el consejero: “Se lo das a la que
tenga las tetas más gordas y ya está”.
Ambas hicieron ruido. En Argentina la senadora no dijo nada;
en España el diputado salió a pedir disculpas. Ambas comparten, también, un
origen confuso: se supone que algún servicio de inteligencia del Estado las
entregó para beneficiar a sus gobiernos. El beneficio es obvio en los dos
casos: para el argentino al mostrar el verdadero carácter —malvadito, podrido—
de su opositora principal; para el español al descalificar —por machista
primario— a uno de los líderes del movimiento independentista catalán.
Ambas muestran, también, cómo suele funcionar buena parte
del “periodismo de investigación”: aprovechando reyertas y querellas del poder,
personas del meollo que saben cosas que no dicen hasta que se pelean con
alguien o quieren obtener cierta ventaja y entonces las cuentan a sus
periodistas conocidos. Algunas veces no es así; muchas, sí.
Las escuchas suelen escuchar a los mismos de siempre: a esos
que escuchamos sin parar. Los poderosos —políticos, sobre todo, pero también
empresarios, periodistas, reyes, futbolistas— nos someten a tempestades de
palabras cuya meta principal es disimular lo que saben y quieren. Nos pasamos
la vida escuchándolos y nunca conseguimos saber qué buscan realmente, qué
piensan cuando piensan. Y, muy de vez en cuando, escuchamos sus palabras
desnudas: cuando alguien, ilegal, abusivamente, se las roba y las hace conocer.
Yo no sé qué pensar al respecto. Por eso escribo esto. Esa
es la diferencia básica entre un intelectual —con perdón— y un político o cualquier
otro predicador: el intelectual habla de sus dudas, el político de sus
certezas.
Mi primera reacción es condenar cualquier intromisión en la
vida privada de las personas, cualquier registro clandestino de sus palabras,
cualquier violación de sus espacios. Mi segunda es alegrarme de que tengamos
alguna forma de saber qué dicen cuando no repiten frases hechas, cuando no
simulan; entrever cómo son realmente quienes viven de vendernos una imagen para
que se la compremos con nuestros votos: quienes viven de engañarnos.
Es un problema: ¿debería creer que la búsqueda de un atisbo
de verdad justifica esos abusos, esas intromisiones? ¿Podría tranquilizarme
postulando que esas escuchas son tolerables mientras se limiten a lo que dicen
esas personas sobre temas públicos —como en estos dos casos— pero no a
cuestiones privadas? ¿Quién, entonces, debería o podría definir dónde se pone
el límite?
Es un problema: yo estaría a favor de esas indiscreciones si
no fuera porque sé, por experiencia y por información, que esos recursos
siempre se usan para el mal mucho más que para el bien. Quiero decir: que
cualquier sistema de intercepción eventualmente tolerado será usado mucho más
por los poderosos para controlar a quienes los molestan que por el gran público
para entender cómo nos trampean los poderosos.
Pero el problema, al fin y al cabo, es que la discusión
puede ser inútil. No se trata de debatir qué haríamos si el Estado u otros
grandes poderes decidieran averiguar lo que decimos: ya lo saben. Nuestro medio
de comunicación principal, internet, está pinchado, chuzado, chuponeado,
hackeado, intervenido: todo lo que hacemos en la web —leer, escribir, mirar,
escuchar, comprar, masturbarnos, mensajearnos, buscarnos, escondernos— está
registrado y hay quienes lo usan.
Por ahora lo usan para vendernos cosas: cualquiera que haya
buscado un vuelo barato a, digamos, Tombuctú verá cómo en los días siguientes
el periódico que intenta leer se le llena de anuncios de billetes y hoteles y
camellos en el norte de Mali. Lo usan también para controlar qué información
nos proveen en Facebook y otros canales prioritarios. Y empiezan a usarlo
gerentes de campaña para dirigir con precisión sus esfuerzos electorales y
decidir a quién decirle qué; y tantos otros trucos. Es fácil imaginar que, si
alguna vez esos poderes se sienten amenazados, usarán toda esa información para
aplastar las amenazas.
Así que es casi un alivio —culposo, pero alivio al fin— ver
que a veces usan sus herramientas de espionaje y control entre ellos mismos, y
que podemos enterarnos de cómo son cuando creen que no los ve nadie. Es cierto
que al enterarnos reaccionaremos como quiere el que lo filtró: participaremos
de la gran onda antipolítica. Pero quizá no esté mal empezar a pensar que la
política no puede ser eso que hacen estos políticos. Y, para eso, mirarlos de
más cerca ayuda mucho.
© The New York Times
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