Por James Neilson |
Mauricio Macri no es una excepción a esta regla universal.
Si bien entenderá que en las circunstancias actuales importa poco un bajón
pasajero de su popularidad, ya que nadie parece estar en condiciones de
aprovecharlo y muchísimo podría cambiar en el año y medio que lo separa de las
próximas elecciones presidenciales, no le gusta para nada que se haya difundido
la impresión de que el Gobierno está en apuros. De consolidarse lo que por
ahora no es más que una sensación tenue, terminaría socavando la autoridad de
sus funcionarios en las negociaciones que están celebrando con dirigentes de
agrupaciones políticas, sindicatos, asociaciones profesionales y otras
entidades.
Pero Macri tendrá que resignarse a que hasta nuevo aviso no
le sea dado recuperar todo lo perdido a partir de octubre cuando, gracias a los
resultados de las elecciones legislativas, pudo comenzar a apretar algunos
tornillos flojos. Aunque iniciativas imprevistas, como la de impulsar medidas
reclamadas por los feministas y desatar un debate nacional en torno al aborto,
le permitirán mantenerse en el centro del escenario, sabrá que en última
instancia su destino político dependerá del estado de la economía en la segunda
mitad del año venidero.
Desgraciadamente para Macri y quienes lo rodean, no está
para producir resultados espectaculares el gradualismo basado en la esperanza
de que, casi imperceptiblemente, sin que nadie significante se sienta
perjudicado, el país se las arregle para salir por fin del letargo económico,
esporádicamente agitado por booms seguidos por implosiones financieras que
empobrecen a otra franja de la población, en que se encuentra desde hace mucho
más de medio siglo. La estrategia adoptada a regañadientes por los macristas
porque no tenían más opción requiere un grado de paciencia que es nada común
aquí. Para minimizar el riesgo de una recaída en el voluntarismo populista,
tendrán que convencer a la ciudadanía de que el rumbo elegido es el correcto o,
cuando menos, el menos malo factible, y que por lo tanto le es necesario
acostumbrarse a una situación poco satisfactoria porque desviarse tendría
consecuencias calamitosas.
Los voceros oficiales dicen creer que lo peor ya ha quedado
atrás y que, en adelante, poco a poco el panorama se hará más promisorio.
Parecería que, por falta de alternativas genuinas, la mayoría coincide; así y
todo, no cabe duda de que la lentitud que es inherente al gradualismo está
motivando exasperación en ciertos sectores y que quienes tienen motivos para
temer no verse beneficiados si el país logra “normalizarse” están esforzándose
por aprovecharla. Aunque Macri quisiera avanzar más rápido hacia las metas que
se ha propuesto, no cuenta con el poder suficiente como para implementar las
reformas que supone imprescindibles para que la Argentina se aleje de una vez
de un orden corporativista que se caracteriza por su capacidad notable para
frustrar todos los esfuerzos por modificarlo. Obra maestra de la política, el
esquema perfeccionado por Perón resultó ser una camisa de fuerza económica al
aprender sus epígonos a hacer del fracaso, tanto el propio como el ajeno, en
dicho ámbito una fuente casi inagotable de votos.
Desde las elecciones de octubre pasado en que obtuvo
provisiones para la etapa siguiente del viaje que emprendió el 10 de diciembre
de 2015, Macri está atravesando un Mar de los Sargazos político y económico.
Aunque por ahora el agua parece estar relativamente tranquila, la llenan
pequeños obstáculos viscosos que obstruyen el paso de los barcos y son capaces
de inmovilizar a los más anticuados durante semanas. Debajo de la superficie,
se mueven corrientes poderosas que a veces hacen aún más peligroso el trayecto.
Para un buque dotado de motores potentes, cruzar el Mar de los Sargazos no
plantea problemas graves, pero Macri sólo tiene un velero como aquellos de los
navegantes que, durante siglos, temían verse atrapados en una calma chicha
prolongada”. Para avanzar, dependerá de cómo soplen los vientos que, en el
clima de inquietud internacional que han ocasionado el proteccionismo de Donald
Trump y los aumentos previstos de las tasas de interés por parte de la Fed,
distarán de serle favorables.
Últimamente, los militantes kirchneristas que sueñan con el
colapso ignominioso del gobierno de Cambiemos de resultas del estallido social
que están tratando de desatar parecen haberse llamado a silencio, pero los
ultras nac&pop no son los únicos resueltos a frenar a los macristas. De
forma mucho más pacífica y democrática, también están plenamente ocupados
confeccionando motivos para desvirtuar las reformas que el Gobierno está
procurando concretar personas menos vehementes que le advierten que el país no
soportaría más ajustes y que por lo tanto le convendría archivar sus planes más
ambiciosos. No sólo se trata de los sindicalistas que, para alivio del
Presidente, prefieren dejar solo al combativo clan Moyano, sino también de
empresarios que quieren continuar disfrutando de las ventajas que les brindan
los mercados cautivos locales a arriesgarse en el exterior. Para ellos,
apertura sigue siendo sinónimo de desprotección, dumping e “industricidio”.
No se equivocan por completo. Para algunos, cualquier
apertura, por parcial que fuera, sería a buen seguro una sentencia de muerte,
como en efecto ha sido para ciertos ensambladores fueguinos de bienes
electrónicos que hasta hace muy poco aseguraban que computadoras, tabletas,
celulares y así por el estilo costaran mucho más que en otras partes de América
latina, para no hablar de Europa, Asia oriental y América del Norte. Otros sí
serían capaces de sobrevivir, pero no quieren verse obligados a competir con
los temibles chinos, cuyos obreros aún cobran salarios que son magros según las
pautas occidentales, o los bien remunerados japoneses, alemanes o norteamericanos
que a su juicio cuentan con ventajas impositivas y logísticas que son
terriblemente injustas.
El Gobierno comprende que, para solucionar el problema
mayúsculo planteado por la escasa competitividad de buena parte del “aparato
productivo” nacional sin provocar estragos sociales, tendría que limitarse a
abrir las puertas un par de centímetros y, si no ocurre nada terrible, hacerlo
un poquito más, además de exhortar al empresariado local que se ponga en
condiciones para emular a sus equivalentes de otras latitudes. Macri lo está
intentando, pero no hay garantía alguna de que el gradualismo que ha tenido que
adoptar sirva para que hombres de negocios acostumbrados a anteponer su
relación con el gobierno de turno a los caprichos del mercado decidan que les
convendría cambiar de actitud.
A pesar de haberse criado entre empresarios, antes de
iniciar su gestión Macri habrá imaginado que “los capitanes de la industria”
tomaban en serio la presunta adhesión de tantos al capitalismo y que les
encantaría tener más oportunidades para buscar clientes para sus productos en
un planeta cada vez más globalizado. Puede que algunos estén dispuestos a
aventurarse, pero se tratará de personas que ya se han anotado éxitos en el
exterior, no de la mayoría que se ve conformada por quienes están más
interesados en aferrarse a lo que ya tienen y mantener a raya a importaciones
foráneas que en probar suerte en regiones que ellos desconocen.
Como es natural, Macri se siente decepcionado, fastidiado y
hasta traicionado por los muchos empresarios que se resisten a acompañarlo en
la batalla contra un statu quo que, a pesar de sus deficiencias notorias, ha
echado raíces tan profundas en el país que para muchos es parte del orden
natural. Entiende que a menos que el orden corporativo existente se vea
reemplazado pronto por otro más dinámico, la Argentina continuará
depauperándose, pero ya se habrá dado cuenta de que, para llevar a cabo los
cambios que cree necesarios, el Gobierno tendría que aplicar medidas que la
sociedad se negaría a tolerar.
Puede entenderse, pues, el que Macri y sus colaboradores
principales recen para que algo milagroso ocurra, algo como una avalancha de
inversiones extranjeras o, tal vez, que Vaca Muerta resulte ser para el país lo
que las minas de Potosí fueran para el imperio español. De las dos soluciones
así supuestas, la primera sería la mejor; como aprendieron los españoles, a la
larga, depender excesivamente de la suerte geológica es debilitante, pero a
menos que el país obtenga más dinero de lo que en la actualidad está en
condiciones de generar, los ajustes que tarde o temprano sufrirá serán muy pero
muy dolorosos.
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