Por Cristian Vázquez
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¿Por qué las solapas de casi todos los libros incluyen una foto del
autor? ¿Desde cuándo existe esta costumbre? ¿Tiene acaso alguna importancia
conocer el rostro de quien ha decidido que su herramienta, su materia prima,
sean las palabras impresas?
La foto del autor no es indispensable en el libro, eso está claro. De
hecho, existen todavía editoriales y colecciones que la omiten. Imagino que su
presencia en el libro está relacionada con la predominancia de lo visual en
nuestra cultura. Y también con la sensación de que conocemos mejor a alguien si
le hemos visto la cara. Como si cierto lombrosianismo perviviera en los
lectores: el deseo de encontrar en su mirada dirigida al infinito, en la mano
que toca el mentón, en la coquetería mal disimulada, claves para entender mejor
sus obras.
El caso es que las fotos están casi siempre ahí. Y de mayores
dimensiones cuanto más voraces sean los apetitos comerciales de los editores.
En muchos best-sellers, la efigie siempre sonriente del autor ocupa
la contraportada entera. Como bien sabemos, los expertos en marketing no dan
puntada sin hilo, de modo que la foto del autor debe ser importante, aunque no
tengamos del todo claro por qué.
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Hay fotógrafos especializados en retratar escritores. Sara Facio, Annie
Leibovitz, Vasco Szinetar y Daniel Mordzinski son algunos de los más conocidos.
En un artículo de hace algunos años, titulado “Fotos de escritor: la verdad de la pose”,
Martín Kohan se refiere a la incomodidad que suelen sentir los escritores
cuando son fotografiados, y a lo que en general hacen en tales situaciones:
posan. “Adustos o embibliotecados, posan –señala–; posan para actuar lo
aurático, para fingirlo, para ocultar su inexistencia. En esa pose, por eso
mismo, se encuentra su verdad. La pose no viene a encubrir una verdad, tampoco
a descubrirla; la pose es la verdad”.
De tan repetida, afirma el autor de Museo de la Revolución,
la pose del escritor (con Oscar Wilde como figura paradigmática) terminó
convirtiéndose en lo natural. En consecuencia, la instancia siguiente fue
tratar de sacar a los escritores de esa naturalidad impostada, de esa
prestancia artificial. Kohan elogia entonces a Mordzinski, quien parte de “una
premisa radical, poderosa, determinante: la única manera de sacar al escritor
de una pose es ponerlo en otra pose”. (También lo hace Szinetar, especialista
en tomarse selfies con
grandes figuras de las letras.)
“Lo que vemos son escritores en pose y a la vez fuera de pose”, postula
Kohan. “Son escritores descolocados, desacomodados, fuera de lugar,
desubicados. ¿Y acaso no es esa la imagen más verdadera de su manera de estar
en el mundo?”. Y arriesga que es la forma más auténtica de existir no solo de
los escritores, sino también de su oficio: “Ese nunca encajar por completo en el
contexto al que, sin embargo, pertenece, ¿no es una cualidad muy singular de la
propia literatura?”
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También hay escritores que tienen otra clase de relación con la
fotografía: se paran detrás del lente y disparan. Juan Rulfo, Allen Ginsberg
y Tom Sharpe, por ejemplo, tomaron fotos que
luego se pudieron ver en museos y salas de arte. A sus nombres se ha unido hace
poco uno no menos rutilante: el de J. M. Coetzee. El Nobel sudafricano vendió
en 2014 su departamento de Ciudad del Cabo y su nuevo propietario encontró
allí, arrumbados en una caja de cartón, un montón de viejas fotos y negativos
sin revelar, que databan de 1955 y 1956 y cuyo autor era el por entonces
adolescente Coetzee (nacido en 1940).
Las fotos se exhibieron en el Museo Irma Stern de Ciudad del Cabo
entre noviembre y enero, en una muestra titulada Photographs from
Boyhood. Retratan escenas de su vida en aquellos años, marcada por el apartheid,
los estudios, la escuela y sus ambientes familiares. Son imágenes que
complementan y, en un sentido, permiten leer de otra manera los textos en los
que el autor describe la Sudáfrica de mediados del siglo XX, en particular el
primer tomo de su autobiografía novelada, titulado precisamente Boyhood (Infancia).
Resultan especialmente emotivas las fotos de Ros y Freek, dos trabajadores de la granja que el tío de
Coetzee tenía en una región llamada Karoo. Son hombres “de
color” –tal la expresión utilizada en Sudáfrica durante los tiempos del
apartheid– por los que el escritor sentía mucho aprecio y a quienes describe
con admiración en Infancia. Muchas de las fotos son del día en que
los jornaleros, al acompañar a la familia de Coetzee en una excursión,
conocieron el mar. Un episodio que, sin embargo, no está en la novela.
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¿Cómo se deben leer esos textos icónicos que son las fotos? ¿De qué
manera las instantáneas tomadas por escritores complementan todas sus demás
imágenes, las que ellos se han dedicado laboriosamente a construir palabra a
palabra, frase a frase, página a página? ¿Son “solo de carácter ilustrativo”,
como suele aclarar la publicidad para que luego no la acusen de engañosa, o
modifican de algún modo la lectura, la interpretación de los textos del mismo
autor?
Hay más interrogantes, que se despliegan hacia el futuro. “Ahora todo el
mundo es fotógrafo y en cada casa hay tres o cuatro cámaras: eso puede ser
interesante a la larga”, decía Eugeni Forcano en 2012, tras
recibir el Premio Nacional de Fotografía en España. Tenía entonces 86 años y
nunca había trabajado con cámara digital. “No descubro nada nuevo –añadía– si
digo que la historia se escribe hoy con imágenes. El fotógrafo es el notario de
la vida”. Si la historia se escribe en imágenes, ¿cuál es el lugar de los que
escriben? ¿Cómo afectará a la escritura el hecho de que todo el tiempo llevemos
una cámara en el bolsillo?
Hace poco alguien reflexionaba acerca del número de fotos que
conservamos de nuestra propia infancia quienes hoy somos adultos. Es decir,
fotos en las que podemos vernos a nosotros mismos cuando éramos niños. En
general, para la mayoría de la gente, son algunas decenas. Unos cuantos
recuerdos de nuestra infancia están anclados a esas fotos. Si esas fotos no
existieran, es probable que algunos de los momentos que retratan ya no estarían
en nuestra memoria. Si hubiera otras fotos, guardaríamos el recuerdo de episodios
que, en cambio, hemos olvidado.
Cabe preguntarse entonces también cómo serán las memorias de la infancia
de quienes hoy son niños o adolescentes, que cuando sean adultos tendrán
cientos o miles de fotos, y también videos, de sus primeros años. Fotos y videos
que, además, habrán circulado por las redes sociales desde el primer momento,
desde antes de nacer (en forma de ecografías). Vidas casi públicas, cada una
un Truman Show en miniatura. ¿Cómo van a articular su memoria
esos cientos o miles de fotos? ¿Cómo moldearán la imagen que ellos tendrán de
su propia niñez? ¿Cómo escribirán su Infancia los Coetzee del
futuro?
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Eugeni Forcano usó toda la vida una cámara Rolleiflex de visor superior
(como las que también usó Vivian Maier para sus mejores fotos). Para disparar con esa
cámara, el fotógrafo debe colocarla a la altura de su cintura y su abdomen y
observarla desde arriba. Esto hace que a menudo la gente no se dé cuenta de que
está siendo fotografiada y, por ende, que las imágenes ganen espontaneidad. De
algún modo, el objetivo del narrador es el mismo: estar ahí pero pasar
inadvertido. Ser un testigo privilegiado, para poder luego reconstruir la imagen
o la escena con fidelidad, pero sin alterarla con su presencia. Un poco en ese
sentido también los escritores deben estar fuera de lugar, desubicados, como
pedía Martín Kohan. Estar pero no estar. Estar de otra forma. Una cualidad muy
singular de la propia literatura.
En una de las escasas entrevistas que el huraño Coetzee concedió, le preguntaron
por las influencias literarias de En medio de ninguna parte, su
segunda novela, publicada en 1977. “Hay, creo, una influencia más básica: el
cine y la fotografía”, respondió. Quién sabe cuánto de su aprendizaje como
escritor se dio en aquellas jornadas de la década del cincuenta, cuando sacaba
fotos.
Es probable que los escritores del futuro, acostumbrados a haberse visto
miles de veces en videos y fotos, no se incomoden en absoluto cuando se les
acerque una cámara. Posar será para ellos lo más natural: llevarán décadas
ensayando sonrisas para las selfies y seleccionando sus
mejores retratos para Facebook o Instagram o lo que sea que se use en el
futuro. Ojalá no pierdan, eso sí, la capacidad de sentirse descolocados,
desacomodados, un poco fuera de contexto. Ligeramente desenfocados, como tituló
su libro Robert Capa, un tipo que sabía lo que hacía cuando sacaba fotos.
© Letras Libres
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