Por Guillermo Piro |
Teresa de Ávila, cuando era niña, era una gran apasionada de
las novelas de caballería. Solía sumergirse en esas historias con mítico
abandono, y leyendo se olvidaba del mundo. Su apasionamiento llegaba al punto
que si no tenía un libro entre las manos prácticamente no le parecía estar
viviendo. Pero debía leer a escondidas de su padre, porque para una mujer del
siglo XVI la lectura era considerada una actividad poco recomendable. Pero
Teresa de Avila sabía hacer algo más: levitaba, pudiendo quedar hasta media
hora flotando en el aire. Naturalmente, también tuvo que mantener eso en
secreto, porque era algo que no solo no se recomendaba a las mujeres del siglo
XVI, sino incluso ahora, en pleno siglo XXI, la cosa no sería vista con buenos
ojos.
Hay un nexo entre los dos dones de Teresa de Avila, la
literatura y la levitación. José de Cupertino, famoso en el siglo XVII por su
capacidad para levitar, hablaba de algo que ocurría contra su voluntad (al
parecer, se puso a levitar delante del Papa, cuando tenía expresamente
prohibido volar en público). (Estoy hablando de cosas serias, no de tonterías
como las de Oliverio Girondo y sus mujeres volantes, por favor no me
interrumpan con pavadas.) Las trayectorias de los santos levitadores se cruzan
en los cielos de la Europa cristiana, donde el vuelo era considerado un estado
de gracia. Pocas horas de viaje en avión y los santos se hubiesen encontrado en
la India, donde la levitación es uno de los siddhis, una de las perfecciones
que un yogui puede adquirir con ascética práctica. Es decir, en la India están
convencidos, desde hace milenios, de que se puede aprender a volar. Bien, ¿y
esto qué tiene que ver con la lectura? Tiene que ver. Resulta que la fórmula
más común que usamos para describir el ingreso al mundo imaginario de una
novela, término acuñado por S.T. Coleridge, tiene una curiosa resonancia yogui:
willing suspension of disbelief, es decir “suspensión voluntaria de la
incredulidad”. Por “suspensión”, Coleridge se refiere a la interrupción
momentánea, pero la palabra indica también levitar. Willing suspension es el
arte de quien ha sido adiestrado, con disciplina, en la levitación: en su
propia habitación, cuando nadie lo ve, o entre las páginas de una novela.
El fenómeno de la levitación en Europa se interrumpe con la
llegada del Iluminismo. Hasta Peter Pan en los Jardines de Kensington y esta
sentencia de J.M. Barrie: “La razón por la que los pájaros vuelan y nosotros no
está en el hecho de que ellos tienen una fe ciega, porque tener una fe ciega
quiere decir tener alas”. Así llegamos a la pregunta del comienzo: ¿dónde
terminan los libros? Tengo dos respuestas, una hinduista y otra cristiana. El
libro termina en el punto en que la concentración yogui se acaba y uno pierde
su siddhi y ya no puede mantenerse en suspensión voluntaria. El libro termina
cuando, en pleno vuelo, se siente el miedo de caer, abandonado por la gracia.
Como Pedro cuando Jesús le pide que camine sobre las aguas: asustado por la
violencia del viento, está a punto de ahogarse. “Hombre de poca fe –le dice
Jesús–, ¿por qué has dudado”.
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