Por Juan
Manuel De Prada
Me he acordado mucho de mi maestro Leonardo
Castellani, leyendo las mamarrachadas campanudas que en estos días se han
escrito sobre la libertad de expresión, a propósito de la condena a un
rapero que en sus canciones no hace otra cosa sino desear la muerte a todo
bicho viviente, a ser posible en atentado terrorista, con ripios que no
hubiesen desentonado en las paredes del retrete de un frenopático.
Para que podamos hablar de libertad de expresión
tiene que haber primero expresión; y, si estamos hablando de artistas, tiene
que haber expresión artística. Pero ensartar rimas cretinas y obscenidades de
estercolero, todo ello regado de un odio purulento de la peor calaña, nada
tiene que ver con la expresión artística. Tal vez tenga que ver con la
coprolalia, o con la rumia esquizofrénica, o con otras expresiones propias de
la descomposición mental, pero no con el arte. Pero convertir a un tío huérfano
de gracia y talento que escupe bilis por la boca y desea a la muerte a todo
quisque en ‘mártir’ de la libertad de expresión es un rasgo muy propio de esta
época envilecida, que cuando quiere encumbrar a alguien necesita antes buscarlo
en el lodazal de la degradación. Resulta, en verdad, llamativo que casi todos
los ‘mártires’ de la libertad de expresión encumbrados en los últimos tiempos
sean tuiteros que han vomitado las bajezas más sórdidas, o raperos que hacen
exaltación de los delitos más bestiales, o valentones que se regodean
ultrajando las creencias religiosas del prójimo (siempre el mismo prójimo y
siempre las mismas creencias, por supuesto). Seguramente, todos estos
personajillos no merezcan penas de cárcel; pero, desde luego, sus purrelas no
merecen ser llamadas ‘expresión’, y mucho menos ser amparadas por libertad de
ningún tipo.
Afirmaba Castellani que «si a libertad no se
añade para qué, es una palabra sin sentido; y hoy en día, por obra
del liberalismo, la más asquerosamente ambigua que existe». Porque, en efecto,
no puede haber libertad para dañar, injuriar, calumniar y ofender
gratuitamente; no puede haber libertad para sembrar el odio y extender la
mentira; no puede haber libertad para envilecer los espíritus e inclinarlos al
mal. O puede haberla en un mundo corrompido, pero no será libertad propiamente
dicha; será, en todo caso, esa libertad asquerosamente ambigua de la que
hablaba Castellani, que es la más terrible y sórdida de las esclavitudes,
porque es adhesión a la vileza y sometimiento a las pasiones más torpes.
Resulta, por cierto, hilarante que casi todos estos personajes últimamente
encumbrados como ‘mártires’ de la libertad de expresión por hazañas tales como
desear la muerte al prójimo o aplaudir los crímenes y aberraciones más abyectos
se crean grandes detractores del liberalismo, cuando son sus hijos predilectos;
o, dicho con más exactitud, sus epígonos inevitables, los hijos tontos que
acaban dando la nota en toda estirpe degenerada.
Como nos enseñaba Castellani, cuando la libertad no
explica su ‘para qué’ se convierte en una libertad puramente nihilista, guiada
por el apetito de destrucción. El artista necesita, desde luego, libertad para
buscar la belleza y alumbrar el drama humano; necesita libertad para descender
al reino de las sombras y alzarse al reino de la luz; necesita libertad para
hacer temblar nuestras certezas y remover nuestras comodidades; necesita, en
fin, libertad para expresar su arte. Pero, aprovechando la asquerosa ambigüedad
reinante, nos quieren colar bazofias que ya no se conforman con suplantar el
verdadero arte y envilecer sensibilidades, sino que además exigen
libertad para vomitar su odio, con completa y risueña impunidad, mientras los
vomitados les reímos las gracias. Porque en casi todos estos ‘mártires’ de
la libertad de expresión no hay más que odio, un odio supurante y cetrino (el
odio de Caín, cuando comprueba que el humo de sus ofrendas no sube al cielo)
que necesita ensuciar cuanto toca. Y para esa vomitona de odio exigen libertad
de expresión; y cuentan con una legión de papanatas (a veces tan sólo tontos
útiles, a veces tarados, pero sobre todo pescadores en río revuelto que
aprovechan estas causas para su provecho) que los encumbran como ‘mártires’ de
la libertad de expresión.
Y mientras la coprolalia y la diarrea mental son
protegidas por esta falsa libertad, cualquier expresión verdadera es perseguida
y reprimida por turbias ideologías que han extendido su censura por doquier.
Porque allá donde se ampara la pacotilla la verdad acaba siendo prohibida.
© XLSemanal
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