Por Paula
Mónaco Felipe (*)
Murió el hombre que mandó matar a mis padres y a
otras miles de personas. Murió la muerte, y no me alegra.
En Córdoba, la provincia argentina donde nací, la
muerte se llamaba Luciano Benjamín Menéndez.
Una vez lo vi en la calle, en 1996. Era una tarde de invierno y yo tenía 18
años. Estudiaba con una amiga cuando su mamá llegó avisando “Menéndez está en
la vereda”.
Lo observé a través de una ventana. Bajó de un auto
y caminó sobre el césped hacia la casa de enfrente, donde vivía su hija. Tenía
el andar aletargado por la vejez —en ese momento tenía 70 años—, pero sin
perder la postura altiva de un militar. Su familia salió al encuentro y no hubo
abrazos.
Me nubló el terror. Mi amiga y yo nos tiramos al
piso por miedo a que voltearan y pasamos el día lejos de las ventanas. Toparse
a un genocida suelto era una posibilidad latente en la Argentina de los años
noventa. La dictadura había terminado, pero ellos seguían libres gracias a
leyes, indultos y argucias de gobiernos cómplices. Los asesinos compraban en
los supermercados, los torturadores hacían fila en el banco, Menéndez iba al
mismo cardiólogo que la madre de una conocida.
Mi generación creció en la impunidad, palabra que
suena rimbombante pero en realidad corroe. Crecimos vulnerables, frustrados,
enojados. ¿De qué servía la democracia?
Yo siempre le tuve miedo a ese hombre de cejas
anchas y negrísimas. Cuando era niña me aterrorizaban los relatos de las
torturas que él dirigía en el campo clandestino “La Perla”, donde asesinó y torturó a
miles de personas. También me horrorizaba la imagen en la que aparece empuñando
un cuchillo en un gesto de ira: esa fotografía, impregnada en la memoria
colectiva de la Argentina, retrata el momento en el que intentó asesinar a unos
manifestantes en 1984, unos meses después de que la Junta Militar perdiera el
poder.
Menéndez se sentía dueño de la vida de otros, y lo
fue entre 1975 y 1979. Era el comandante del Tercer Cuerpo de Ejército en la
última dictadura militar, con diez provincias a cargo. Un tipo tan cruel que
consideraba “blando” al dictador que dirigió el golpe de Estado en Argentina,
Jorge Rafael Videla, pero no un desquiciado solitario: los militares argentinos
hicieron un genocidio por encargo, al servicio de poderes económicos y políticos
que empobrecieron al país (la deuda externa pasó de 9.500 a 46.000 millones de
dólares). Y para eso exterminaron a quienes les molestaban, como mis
padres: Ester Felipe y Luis Mónaco; ella, psicóloga; él, periodista, e
integrantes del Ejército Revolucionario del Pueblo. Mi madre tenía 27 años; mi
padre, 30, y yo, 25 días de nacida.
Cuando vivía en Argentina, sufría ante la
posibilidad de encontrarme a los asesinos de mis padres y de tantos otros
opositores. Otros hijos de desaparecidos deseaban encontrárselos e insultarlos.
Cada vez que alguien lo hacía, festejábamos la pequeña victoria moral.
De la frustración surgió una idea: si las
autoridades los dejaban libres, haríamos de la calle su cárcel. Los Hijos por
la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (H.I.J.O.S.),
una organización de
hijos de desaparecidos, asesinados, exiliados y presos políticos, que estamos
juntos desde 1995, inventamos una protesta que consistía en investigar el domicilio
de los genocidas y fotografiarlos para después recorrer su barrio en una marcha
pacífica. La idea era alertar al vecindario: “Cuidado, aquí vive un asesino”.
Le llamamos “escrache”, que significa “dejar en evidencia”. Empezó con unas
cuantas personas, pero llegó a reunir a miles. Era nuestro modo de combatir la
impunidad.
A Menéndez no tuvimos que investigarlo, muchos
sabíamos dónde vivía. Calle Ilolay, número 3269. Casa de un nivel, muros
blancos y techo de teja. Entraba y salía libremente, estaba en eventos
oficiales y se movía por la ciudad sin custodia, como aquella tarde frente a la
casa de mi amiga. Pero ninguno de nosotros, las decenas de miles de familiares
de desaparecidos, optó por la violencia.
Volví a encontrarme al asesino de mis padres en
2013. Ocurrió dentro de un tribunal, en la Megacausa La Perla,
con 52 acusados y 716 víctimas. Yo era la testigo número 167. Cuando el juez me
llamó al estrado quedé frente a Menéndez. Tenía el cabello totalmente cano,
engominado, y sus cejas aún negras. Las que fueron ojeras eran grandes bolsas
de piel colgante. Sus dos manos huesudas estaban una sobre la otra.
Me miró y le sostuve la mirada. Sus ojos eran
vidriosos pero sin profundidad. Los ojos del genocida empujaban hacia fuera con
mirar helado, impío. Declaré en nombre de mi familia, los vivos y quienes
murieron en el camino. Lo hice como miles de madres, abuelas, familiares e
H.I.J.O.S. Fuimos nosotros, los sobrevivientes de una dictadura sanguinaria,
los que empujamos al Estado para que procesara a los asesinos con garantías
legales que ellos no les dieron a nuestros muertos.
“Muchos se pondrán felices si me muero”, dijo Menéndez en
una entrevista. Se equivocó. No lo perdonamos y no lo lloramos, pero tampoco
estamos felices. No festejamos la muerte, no somos ellos. Se fue en silencio
cobarde, sin decir dónde escondió los restos de nuestros seres queridos. Pero
sus familiares pudieron enterrarlo porque murió en una Argentina distinta a la
que él atemorizó, murió en un país más justo, que entre otras cosas era lo que
querían nuestros padres.
El 27 de febrero murió Menéndez en arresto
domiciliario. Tenía 90 años y se fue con catorce cadenas perpetuas,
la persona con más condenas en la historia de Argentina. Y aunque hay momentos
en que siento que ninguna condena alcanza, el día en el que falleció sentí
orgullo: pude decirle a mi hijo de 7 años que el asesino de sus abuelos murió
condenado; que luchar sirve, que la justicia se construye.
(*) Paula Mónaco Felipe es escritora y periodista.
En 2015 apareció su libro “Ayotzinapa, horas eternas”.
© The New
York Times
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