Por Arturo Pérez-Reverte |
Es una mañana muy sevillana,
luminosa y tranquila. Y para hacerla todavía más agradable, suena música de
violín.
La violinista llegó hace un momento, dejó en el
suelo el estuche abierto de su instrumento y empezó a tocar Fascinación. La
tengo a unos cinco metros. Es joven, gordita y guapa, con el pelo recogido en
dos trenzas cortas. Su aspecto es simpático. Tiene los ojos claros y al
principio me parece extranjera, pero al rato pasan dos conocidos suyos, deja de
tocar un momento y la oigo cambiar unas palabras en perfecto español. Después
sigue tocando. Mientras desliza el arco sobre las cuerdas, su expresión se
torna muy dulce. La observo detenidamente y concluyo que no está fingiendo. Con
certeza ama la música que hace, es feliz con el violín encajado en el hueco del
hombro y la mandíbula, tocándolo con elegante maestría. No sé casi nada de
música, pero sí lo bastante para saber cuándo un intérprete es bueno o malo. Y
ésta es muy buena. No de esos aguafiestas que estás hablando y se te sitúan al
lado con un altavoz y un chundarata insoportable, amargándote el aperitivo; y
luego, encima, pretenden que les pagues por ello. Nada de eso. La chica del violín
es una artista de verdad. Una violinista seria.
Pese a todo, el estuche del suelo sigue vacío.
Nadie de los que pasan, y son muchos, deja una moneda. Ocurre, además, algo que
me desagrada siempre, y que observo a menudo en lugares semejantes: turistas
equipados con cámaras o teléfonos móviles, que creen que quienes están en la
calle haciendo pompas de jabón, o disfrazados de astronauta, o tocando el
violín, están allí para que ellos puedan hacer fotos por la cara, completamente
gratis. Que les paga el Ayuntamiento para que alegren el itinerario. Gente
tacaña, o estúpida, que se acerca, hace la foto o, lo que es peor, pide que la
fotografíen junto al artista o personaje de turno, y luego sigue su camino sin
dejar nada a cambio.
Eso es lo que ocurre con la chica del violín. La
miran, se paran a su lado, se hacen fotos con ella y nadie deja caer un euro.
Es más: en la mesa contigua a la mía hay una pareja. Un hombre y una mujer
negros, muy bien vestidos. Ella es grandota y abundante; y él, un tipo corpulento
con un pesado reloj de oro en la muñeca y un teléfono pegado a la oreja, por el
que habla en inglés, a grito pelado, sin importarle la música y quienes la
escuchamos. Y yo miro a la violinista, su dulce expresión absorta en la música,
los ojos claros que entorna a veces como si se sintiera transportada por ella,
y me pregunto con tristeza cuántos sueños mueren aquí, frente a esta terraza de
un bar de Sevilla, o frente a no importa qué bar del mundo. Cuántas horas de
esfuerzo, de practicar, de confiar en poder dedicarse un día a vivir de lo que
sin duda era una pasión, y que, tras vaya usted a saber cuántas decepciones,
fracasos y amarguras, acaban en un estuche abierto en el suelo, en una melodía
que apenas nadie atiende en serio, en una joven con trenzas y ojos claros que,
absorta en la música que ama, la ofrece en la calle a fin de ganarse la vida
con lo que sabe, como la dejan, como puede.
La chica toca ahora Moon River; y una
vacaburra, acompañada por un animal varón de apariencia aún más grosera que ella,
se acerca, se hace una foto al lado y sigue su camino sin mirar siquiera a la
chica del violín, que cuando les sonríe lo hace ya al vacío. Entonces llego a
ese pasaje del libro en el que Yánover habla del cliente que preguntó:
«¿Tienen Crimen y castigo, de Doctor Jekyll?». Y me digo que
ya es suficiente, que mi capacidad de tristeza se ha colmado de sobra esta
mañana; así que cierro el libro, me levanto, y antes de irme dejo un billete en
la funda vacía. Al incorporarme, encuentro un destello de agradecimiento en la
mirada clara de la joven. Entonces le guiño un ojo y ella hace lo mismo, sin
dejar de tocar. Y mientras me alejo, cuando dirijo una última mirada a la
violinista cuya melodía va quedando a mi espalda, veo que la negra de la mesa
se ha levantado y también deja algo en el estuche.
© XLSemanal
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