Por Jorge Fernández Díaz |
Y también que nuestra
profunda decadencia se debió, tal vez en partes equivalentes, a los sucesivos
regímenes militares y a la pésima performance de las gestiones
peronistas. Enemigo de marxismos de distinta generación y populismos de diverso
pelaje, el Nobel peruano sostiene desde hace tiempo que tampoco liberalismo con
dictadura (fascismo de mercado) ni liberalismo sin república (menemismo)
conducen a la prosperidad. Su flamante ensayo La llamada de la tribu contiene
múltiples resonancias para nosotros, y es a la vez una autobiografía
intelectual y un ajuste de cuentas con los pensadores de izquierda, que en muchos
casos han ganado la batalla cultural y colonizado los claustros. Algunas de
esas vanguardias, que suelen sacrificar la libertad y asesinar la verdad de los
hechos cuando lo consideran necesario, han sido proclives a los cantos de
sirena de cualquier despotismo y se han dedicado a socavar las imperfectas
democracias occidentales, que tal vez tengan sus días contados en desmedro de
autocracias peligrosas e inminentes. Vargas se pliega así al pesimismo de
Jean-François Revel y se ensaña con la hipocresía y el oportunismo de ciertos
intelectuales de nuestra región: "Porque allí ser 'progresista' es la
única manera posible de escalar posiciones en el medio cultural -ya que el
establishment académico o artístico es casi siempre de izquierda- o, simplemente,
de medrar (ganando premios, obteniendo invitaciones y hasta becas de la
Fundación Guggenheim). No es casualidad ni un perverso capricho de la historia
que, por lo general, nuestros más feroces intelectuales 'antiimperialistas'
latinoamericanos terminen de profesores en universidades norteamericanas".
La larga rebelión del autor de Conversación
en La Catedral contra aquel "socialismo real" que lo sedujo
en su juventud y el fuerte desencanto que le produjeron figuras antes
idolatradas como Sartre son el motivo de su porfiada conversión y el caldo de
cultivo de este polémico canon contracultural; eso no le impide rechazar el
conservadurismo ni fustigar a los ortodoxos: "También el liberalismo ha
generado en su seno una 'enfermedad infantil', el sectarismo, encarnada en
ciertos economistas hechizados por el mercado libre como una panacea capaz de
resolver todos los problemas sociales". A ellos les recomienda la prosa de
Adam Smith, padre de esta filosofía, que toleraba subsidios y controles cuando
"el suprimirlos podía acarrear en lo inmediato más males que
beneficios", y quien llamaba a enfrentar la realidad "de una manera
flexible". Incluso recomienda vigilar esas "pequeñas pandillas de
economistas dogmáticos intolerantes". Tal vez quienes defienden el camino
mediocre y doloroso que Cambiemos adoptó encuentren particularmente analgésicas
las reflexiones de Karl Popper. Vargas las interpreta: "Una ingeniería
fragmentaria hecha con pequeños ajustes y reajustes que pueden mejorarse
continuamente es pacífica, busca siempre amplios consensos y está expuesta a la
crítica que fiscaliza sus acciones y las acelera o demora de acuerdo con lo
posible". Y el propio Popper remata: "Una vez que nos damos cuenta de
que no podemos traer el cielo a la tierra, sino solo mejorar las cosas un poco,
también vemos que solo podemos mejorarlas poco a poco".
En el contexto de un planeta que avanza hacia una
nueva colisión de impredecibles consecuencias entre república y nacionalismos,
Vargas Llosa defiende el carácter progresista del liberalismo político y la
razonabilidad de su escuadra, que no intenta con una única idea dar una
solución totalizadora para los conflictos de la humanidad, como sí lo hace Marx
con la lucha de clases, o los "emancipadores" con las facilistas
teorías del enemigo externo. Pero su texto resulta poco enfático acerca de las
lacras financieras y las desigualdades persistentes del capitalismo global, y
resulta un tanto ingrato con la socialdemocracia, tal como se lo señala su
amigo Juan Luis Cebrián, puesto que la Europa moderna no hubiera avanzado sin
el concurso determinante de ese ideario que vela por la justicia social dentro
de la economía de mercado. A estos defectos ostensibles se les podría agregar
el deslumbramiento que a Vargas Llosa le produjeron, cuando residía en Londres,
las reformas de Thatcher (a quien compara con Churchill), si bien es cierto que
ellas implicaron un rápido viraje de la penosa recesión al espectacular
resurgimiento económico. Las eruditas lecturas de Vargas Llosa se alejan, no
obstante, de la idea conservadora para reivindicar el carácter renovador y
oxigenante de las sociedades abiertas y de un cierto centrismo, como si dijera
"el verdadero progresismo es liberal, la historia ha sido mal
contada". Apoyando esta convicción no solo cita los alegatos de Popper,
que fustigaba a los politólogos de la época -practicantes de "la tiniebla
lingüística" para hacer creer que eran profundos, y sistemáticos
inoculadores de desánimo y desprecio frente a la bonanza modernizadora de la
democracia republicana-, sino que también hace revisionismo de la obra de
Raymond Aron. Que en El opio de los intelectuales avanza un
paso y castiga al criptocomunismo: progres, existencialistas y cristianos,
frívolos compañeros de viaje de la "religión estalinista". Muchos de
ellos, sostiene Aron, "no habían visto un obrero en su vida y vivían en
las sociedades libres y afluentes del Occidente, difundiendo el mito del
proletariado luchador y revolucionario en países donde la mayoría de los
obreros aspiraba a cosas menos trascendentes y más prácticas: tener casa
propia, un coche, seguridad social y vacaciones pagadas, es decir,
aburguesarse".
En La llamada de la tribu están
también los pensamientos de Ortega y Gasset, de Hayek y de Berlin; el autor los
utiliza para explicarnos la pulsión humana por regresar a la vieja sociedad
tribal, "donde el hombre se halla exonerado de tomar decisiones
individuales, de enfrentarse a lo desconocido, de tener que resolver por su
cuenta y riesgo". Confort que ilusoriamente puede otorgar el caudillo, el
césar que todo lo puede y ordena, y que al final ahoga, oprime y conduce a su
pueblo a la involución. Un derrotero según el cual, bajo el paraguas del ideal
igualitario, se empiezan a coartar libertades, en una espiral creciente que
propende al autoritarismo. Imaginaria y paradójicamente, Vargas pareciera
parafrasear entonces a Perón: "No es que nosotros seamos tan buenos, sino
que los demás son peores".
Castiga de paso a los empresarios que no dan el
ejemplo, defiende el humanismo de los liberales, tolera la planificación
estatal en tanto sea custodiada, y aporta razones para pensar que no existe
incompatibilidad entre las libertades políticas, los mecanismos del mercado y
la elevación del nivel de vida. "Por el contrario, los más altos niveles de
vida los han alcanzado los países que tienen democracia política y una economía
relativamente libre", cita. Su ensayo es políticamente incorrecto, llega
en un momento crucial de la historia, y tiene por propósito dar una nueva
batalla en esta larga guerra de ideas que a los argentinos nos toca tan de
cerca.
© La Nación
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