Por Arturo Pérez-Reverte |
Hablando en general –lo que no excluye infinitas
excepciones–, dudo que hasta fecha reciente una niña o mujer adulta considerase
importante señalar, en esos términos, que la dejasen tirada o no. Era menos
habitual que una mujer mencionase la cohesión de grupo como factor clave, pues
sus códigos de lealtad solían referirse a otras circunstancias. Lo más
probable, llevando la frase a ese terreno, es que dijera algo como: «Marta me
entiende y puedo contar con ella».
Desde mi torpeza de varón me esfuerzo por
analizarlo. A mi juicio, dejar tirado es jerga de grupo,
y contar con ella es más individual e intenso. Más profundo.
Creo que para una mujer, pese al cambio en la sociedad occidental, es aún
importante la empatía personal, el apoyo concreto de quien tiene la misma
memoria genética –y a veces el triste presente– de soledades y sumisiones; de
siglos como rehén del hombre, pariendo, cuidando el hogar que daba calor a
todos. Para esa mujer, históricamente sometida a hombres buenos y también a
injustos y malos, para esa mirada sabia en silencios, contar con otra mujer,
aunque fuera o sea sólo una, reconfortaba y reconforta. Rompía la soledad e
iluminaba, o ilumina, el mundo.
Ahí el hombre era distinto. Necesitaba menos
comprensión que lealtad. Durante mucho tiempo y por asignación de roles,
mientras ellas cuidaban a los cachorros, ellos salían al frío, la caza y la
guerra, protegiendo desde fuera lo que las mujeres protegían desde dentro. Se
enfrentaban a animales salvajes y tribus enemigas, mataban y morían; y cuando
se alejaban entre el viento y la lluvia, muchos no regresaban. Eso les daba
privilegios que nadie discutía. Privilegios que no pocos imbéciles ajenos al
viento y la lluvia, a sacrificarse para que hembra y cachorros sobrevivan,
incapaces incluso de fregar los platos, se empeñan hoy en mantener, aunque ya
nada les dé derecho a ello.
En aquel mundo áspero, peligroso, los varones iban
en grupo a cazar o guerrear. Ahí no bastaba contar con uno; se necesitaban
varios. Las reglas solidarias eran fundamentales, pues quebrantarlas suponía
fracaso y muerte. No dejar tirado a uno de los tuyos era pura supervivencia. Y
creo que en muchos de los actuales varones, en sus comportamientos y códigos,
esos recuerdos instintivos de caza y guerra siguen presentes. Observen de qué
forma tan distinta se comportan todavía, pese a la creciente, necesaria e
imparable igualdad, los grupos de chicos y los de chicas.
Por eso es importante comprender, sin que eso sea
justificar. Entenderlos a ellos como a ellas. Criminalizar al varón, hacerlo
avergonzarse de su masculinidad cuando ésta no es opresora ni nociva, resulta
injusto. Hombres con sus códigos, y precisamente por tenerlos, han peleado y
siguen haciéndolo con mucho valor y dureza. Y ya no hablo de caza o batallas,
sino de padres de familia que se dejan la salud y la vida trabajando –como
también hacen ellas ahora, dentro y fuera de casa, a veces en doble combate–,
para sobrevivir en un mundo hostil donde, igual hoy que hace siglos, sigue
haciendo mucho frío.
En otros momentos de mi vida vi a muchos hombres,
con sus torpezas y brutalidades, ser leales a esos códigos de grupo. Tragarse
el miedo y caminar bajo el fuego porque al compañero no se le podía dejar solo;
o porque, vuelto el mundo al horror de su implacable realidad, era necesario
proteger a hembras y cachorros cuando las buenas intenciones, los progresos
sociales, la igualdad tan duramente conseguida de la mujer, se iban al carajo.
O se siguen yendo. Prueben a hablarle de feminismo a un chetnik serbio, a un
yihadista o a uno de Boko Haram.
Todo eso no me lo han contado. Lo vi en la centuria
vigesimosecular que dejamos atrás y en casi dos décadas de la actual. Y si el
péndulo de la vida volviese a oscilar aquí, no pocos de esos hombres a los que en
este lado confortable del mundo se criminaliza y desprecia, incluso los peores,
apretarían los dientes y saldrían a cumplir con las viejas reglas, para no
dejarse tirados entre ellos y para no dejarlas tiradas a ellas. Obligados por
códigos ancestrales que para bien y para mal, y no siempre por su culpa,
todavía llevan en la sangre. Y es que, a pesar de quienes pretenden reducirlo
todo a una estúpida simpleza, el ser humano es un animal apasionante y
complejo.
© XLSemanal
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