Por Nelson Francisco Muloni |
(A la memoria de mi amigo Osvaldo Juane)
A la medianoche de ese martes, cerraba la elección de una
reina en un importante club salteño. El intendente, que debía presidir la
ceremonia, no llegaba al lugar. Todo parecía subrepticio. Enorme. Sofocante. La
fiesta sonaba triste. El locutor no reflejaba más que incertidumbre en su voz y
en su rostro. A la mañana de ese día, un diario porteño había titulado “Inminente
final”.
Alguien dijo, en la angustiante fiesta: “El intendente no va
a venir”. El pintor Osvaldo Juane me miró. Demasiado serio. Sacó un cigarrillo,
me convidó otro y me pidió fuego. “No me siento bien”, me dijo y se levantó de
la mesa del jurado. Me acerqué a él y lo miré de cerca. Estaba demudado. Triste.
Caminamos hacia la puerta y, en la vereda, me abrazó y me
dijo: “Nos vemos mañana”. Comenzó a andar calle abajo y yo me fui en dirección
contraria. Comenzaba a lloviznar. Tenuemente. Sin brillo. Sin vida.
Cuando llegué a mi casa, encendí la radio. Puse el volumen
bajo y miré la hora: las 2 de la madrugada. Sonaba música. No recuerdo cuál.
Giré el dial para buscar otra emisora. Sonaba la misma música. Cadena nacional.
Sentí un sacudón en el estómago.
Encendí un cigarrillo y esperé. Eran más de las 3 y media.
Unos minutos después, lo escuché. “Comunicado Nº 1: Se comunica a la población
que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de
la Junta de Comandantes Generales de las FF.AA….” Y más. Y más. Vinieron luego
el 2, el 3, el 4…el 19, el 20, el 21 y no sé cuántos más.
Yo trataba de ir dibujando las palabras que salían de la
vieja Tonomac: Consejos de Guerra, prisión, muerte, Comandantes, intervención,
objetivos básicos. Traté de dormir. Pensé en mis padres. Solos. Al otro lado de
la ciudad.
Apenas dormí. Y a penas.
Me levanté cerca de las 8. Cuando salí la llovizna caía por
sectores. Me fui caminando hacia el diario. En la esquina del Banco Nación,
tanquetas y camiones Unimog. Tropas militares con capotes impermeables. El
diario ya estaba en la calle. Nadie lo ofrecía. Tenía la primera página en
blanco. Adentro, no había editorial. Nadie voceaba el diario. Un solo canillita
daba vueltas por una cuadra y otra.
Seguí hasta la plaza y me senté en el banco húmedo. Alguien
me tocó el hombro desde atrás: Mi padre. “Vamos, hijo. Hoy no vayás a trabajar”.
Me levanté y me abrazó. Solos los dos en medio de la plaza. Pensé en Juane. Recordé
a mis otros amigos. Quise mirar hacia mi madre. Hacia mis hijos y los hijos de
este brutal silencio.
Con mi padre al lado, caminamos. Hacia el dolor. Hacia ese horrendo
final que, paradójicamente, comenzaba.
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