Por José
Ovejero
Cuando eres escritor y te preguntan “¿por qué escribes?” lo habitual es que intentes salir
del paso como puedes, porque a menudo ignoras la respuesta, o ha ido cambiando
con el tiempo, o hay tantas respuestas que es imposible resumirlas en una o
dos. Yo, durante un tiempo, respondía: porque pienso despacio. Y lo decía en
serio.
A menudo escribimos porque no conseguimos expresar en el momento, a
veces ni entender, lo que nos sucede, lo que nos afecta, lo que nos interesa,
se nos queda dando vueltas en la cabeza, sigue provocando ecos semanas o meses
más tarde, y entonces no nos queda más remedio que ponernos a escribir, que es
una manera de examinarlo y de darle una forma. Eso no significa que después lo
entendamos mejor, pero haberlo puesto en palabras y haber construido una
narración con ello (un poema también es a menudo una narración) nos sosiega.
Y sigue siendo verdad. Escribo porque pienso
despacio. Otros dicen que escriben para que les quieran más. Se lo he leído
a García Márquez y a Bryce Echenique. Yo, por el
contrario, escribía para que me quisiesen menos. Era un chico que despertaba
muchas expectativas; mis padres, mis profesores, proyectaban sobre mí
exigencias que nunca habría podido cumplir. Como era o soy demasiado amable
resultaba fácil invadir mi territorio, pretender cambiarme o ni siquiera eso, confundirme
con otro. Empecé a escribir, a mostrar mundos oscuros y violentos. La
literatura fue una forma de marcar los límites, de decir: ése soy yo; o, al
menos, ése también soy yo, no te confundas conmigo.
Días de promoción. Presentaciones, coloquios,
entrevistas. Una periodista me envía una entrevista por escrito. Una de las
preguntas es: “¿Has publicado algún libro?” Dudo
si negarme a responder a la entrevista, en la que no hay una sola pregunta que
no podría haber hecho a otra persona. Pero decido responder, también a esa
pregunta: “Si no lo hubiese hecho, no creo que estuvieses entrevistándome.”
Me pregunto si la publicará o si sentirá pudor.
Es curioso que los periodistas se disculpen con
tanta frecuencia por aburrir al entrevistado. Estarás harto de que te hagamos
todos las mismas preguntas, dicen, y miran al suelo o a la superficie de la
mesa. Es verdad que muchas se repiten, al fin y al cabo todas giran alrededor
del mismo libro. Y por eso, al cabo de unos días, casi respondo de forma
automática a algunas de ellas, como quien recita una lección bien aprendida y
sin mucho interés. Pero luego, con cierta frecuencia, se da ese momento en el que
una pregunta te sorprende o te lleva a un lugar inesperado, cuando te enderezas
en la silla y comienzas a prestar atención. Esto es, cuando hay un diálogo auténtico. Son los momentos que compensan de
la repetición, de los desplazamientos, del cansancio. Cuando periodista y
escritor encuentran ese terreno en el que ambos se reconocen, condición
imprescindible para que haya un intercambio.
Los periodistas culturales de los diarios: suelen
llegar corriendo, suelen marcharse a toda prisa. Tienen que cubrir esto y
aquello, te entrevistan pero les están esperando ya en otro sitio. A menudo se
disculpan porque no les ha dado tiempo a leer tu libro o no pudieron acabarlo.
Con frecuencia puedo ver por dónde van, más o menos a que altura del libro han
introducido el marcapáginas o la solapa. Ser escritor no es fácil, ser
periodista cultural en un diario, y sobre todo si te interesa la literatura, es
más difícil aún. Yo procuro consolarlos, sé que es imposible, que no pueden
llegar a todo. Que el día que se tomó la decisión de que las secciones
culturales se llamasen “Cultura y espectáculos”
se jodió la cultura, la literatura ni te cuento. El patito feo de los
periódicos. El fantasma que casi nunca se manifiesta en las televisiones. Y
cada vez con menos periodistas para cubrirlo todo, por las reducciones de
plantilla y porque la moda es cultura, la gastronomía es cultura, hasta
los realities entran de alguna manera en esa
categoría. No os sintáis mal, estamos todos en lo mismo, me gustaría decirles,
remamos en la misma dirección. Sólo me desagradan aquellos que ni se esfuerzan,
aquellos a los que les da igual y por eso no lo pasan mal en su situación
precaria y hacen cualquier pregunta sin siquiera saber muy bien a quién tienen
delante. Sólo con ellos soy seco y antipático, no sólo por lo que considero una
falta de respeto, también porque me parecen cómplices de que el barco siga
hundiéndose.
© Zenda –
Autores, libros y compañía
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