Por Martín Caparrós |
En esa línea, se podría suponer que su
sucesor, Carles Puigdemont,
también subestimó la respuesta del Estado español. El expresidente, huido a
Bélgica, no debe haber pensado que un exilio es una cosa seria, y el jueves pasado
se fue a dar un par de charlas a Helsinki. Las leyes de Bélgica lo protegían de
la extradición; las del resto de Europa no,
pero no imaginó que España reactivaría su orden de captura.
Lo hizo el viernes pasado el juez Llarena, un señor
de 55 años con una carrera brillante y unas opiniones oscuras. Horas antes
había acusado de rebelión a trece
líderes independentistas y había metido presos a cinco de
ellos. El delito de rebelión se pena con treinta años de cárcel; para
justificar su aplicación, el juez comparó la conducta de los políticos
catalanes cuando “impulsaron a una masa ciudadana”
a votar en el referéndum del 1 de octubre con la del teniente coronel Antonio
Tejero que, el 23 de febrero de 1981, invadió con tropas el Congreso de los
Diputados para encabezar un golpe de Estado.
El sábado, Puigdemont decidió no arriesgarse al
control del aeropuerto de Helsinki y se tomó un ferri hasta Suecia; de allí
seguiría a Bruselas en coche, pero lo apresaron al día siguiente, en cuanto entró en
Alemania. Después sabríamos que los servicios secretos españoles lo
tenían localizado con agentes y aparatitos de espionaje y que solo esperaban la
orden. Que llegó, una vez más, del poder judicial.
Fue un tribunal el que declaró ilegal el
referéndum; fue un tribunal el que ordenó su represión; son tribunales los que
mantienen presos a políticos independentistas. Son los tribunales, en general,
los que definen los pasos que da el Estado español en el conflicto catalán. El
gobierno del Partido Popular no parece capaz de hacer política: proponer,
dialogar, encontrar caminos, y se esconde detrás del legalismo, delega su
acción en la justicia. Recuerda, por momentos, aquello de que “la justicia es
el refugio de los canallas”.
Y hay un modelo que se repite: cada vez que los
catalanistas se enredan en sus reyertas, cada vez que parecen perder apoyos y
respetos, algún juez se ensaña con ellos y les da la posibilidad de mostrarse
como víctimas. Otros dirán que, además, destruye cada uno de sus planes.
Se discute por qué el poder judicial se ha
convertido en esta punta de lanza. Hay dos hipótesis: que el presidente Rajoy
prefiere que sean los jueces los que carguen con el peso de la represión y los
usa con gusto y mano izquierda; o que los jueces actúan autónomos y que sus
medidas a veces contrarían lo que Rajoy quiere. Un gobierno débil, sin mayoría,
que no consigue siquiera sancionar los próximos Presupuestos Generales, deja o
parece dejar en sus manos decisiones cruciales y transforma problemas políticos
fundamentales en cuestiones de orden público.
Los jueces son un grupo que se elige a sí mismo y
que —por origen, por vocación, por práctica— suele estar a la derecha del resto
de la sociedad. Un juez es una persona que trabaja en mantener el orden
—jurídico—. Estudia un conjunto de normas y debe aplicarlas: “Esto dice la ley
y yo lo hago cumplir”. Por supuesto, como dice el viejo refrán, “hecha la ley,
hecha la ley”; para decir que ni siquiera se precisa una trampa, porque toda
ley contiene sus trampas: sus lecturas, las variadas posibilidades que hacen
que ese señor o señora que supuestamente la aplica pueda usarla de formas muy
diversas. Pero siempre en nombre de un orden superior, faltaba más: “Yo me ciño
a la ley, no puedo cambiarla; para eso están los diputados”, dicen, y con los
mismos textos justifican medidas tan distintas.
Son pocos, son peculiares, son decisivos: en estos
meses, con la anuencia o la impotencia del gobierno, el pequeño colectivo de
los jueces se está transformando en el árbitro de la vida española.
Y no solo en el proceso catalán: el peso de
corporación judicial aparece en muchos otros campos. Los ejemplos sobran. Hace
diez días la mejor revista satírica del país, Mongolia, fue condenada por
una jueza madrileña a pagar 40.000 euros —50.000 dólares— a un extorero, Ortega
Cano, por los chistes contenidos en un cartel promocional que “entran en el
terreno de la mofa y el escarnio, absolutamente injustificados y gratuitos”.
Gratuitos no resultaron; la revista no tiene ese dinero y corre el riesgo de
quebrar.
Hace un mes el Tribunal Supremo había ratificado
la condena a tres años y medio de
cárcel de un rapero, Valtonyc, por la letra de sus canciones
—y varios otros artistas enfrentan
procesos similares—. En esos días otra jueza madrileña ordenó el secuestro de Fariña,
de Nacho Carretero, un libro sobre el narcotráfico gallego, por la querella de
un político local que aparece mencionado. Usan, en general, leyes que ya
existían pero que nadie se atrevía a aplicar. Las “injurias contra la Corona” o
las “ofensas al sentimiento religioso” o los “ultrajes a España” y otros
límites a la libertad de expresión llevaban muchos años sin castigarse; en los
últimos años han vuelto a ser materia de
juicios y condenas. Hace unos días, por ejemplo, el Tribunal Europeo
de Derechos Humanos de Estrasburgo reprendió a España por
haber condenado a quince meses de cárcel a dos jóvenes que quemaron una foto del
rey.
Mientras, el Tribunal Constitucional está por
desechar una enmienda de ley socialista para que el Estado deje de subvencionar a los colegios—en
general religiosos— donde se segrega y discrimina por sexo. Una vez más, la
Justicia impone una medida fuertemente política, en este caso sostenida por la
Iglesia católica y los sectores más conservadores. Una vez más un señor o una
señora, señorías, se arrogan el derecho de definir dónde están los derechos.
Parece como si fueran quienes mejor están aprovechando la debilidad de un
gobierno que no ocupa su espacio, que no se hace cargo y avanzan incontenibles,
deciden cuestiones que deberían decidir las mayorías o sus representantes.
Parece, por momentos, que el triunfo de la justicia es la derrota de la
democracia.
© The New
York Times
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