Por Arturo Pérez-Reverte |
De frente,
por la misma acera, camina hacia nosotros una señora mayor, casi anciana. Por
reflejo automático, sin pensarlo siquiera, bajo de la acera a la calzada para
dejar el paso libre, atento al tráfico, no sea que un coche me lleve por
delante. Lo hago mientras supongo que el individuo que me precede hará lo
mismo; pero éste sigue adelante, impasible, pegado a las fachadas, obligando a
la señora a dejar la acera y exponerse al tráfico.
Cuando la mujer queda atrás, me adelanto un poco para ver la
cara de ese cenutrio. Lo miro, me mira él a mí como preguntándose qué diablos
miro, y en su estólida expresión, en la forma en que continúa su camino,
comprendo que sería inútil recriminarle algo. No lo iba a entender aunque se lo
cantara en fado y con fondo de guitarras, me digo. No es consciente de lo que
ha ocurrido. No ha hecho apartarse a la señora por descuido, ni por
deliberación; ni siquiera por no exponerse al tráfico él mismo. Es,
sencillamente, que no le ha pasado por la cabeza. Que ni le pasa, ni le pasará
nunca. Y si yo ahora le dijera que es una grosera mala bestia, antes de liarnos
a guantazos –ganaría él, porque es mucho más joven– me miraría sorprendido,
preguntándose por qué.
Y ése es el punto, concluyo desolado. Que en el mundo de ese
fulano, en la forma natural, instintiva, que semejante sujeto tiene de abordar
la vida y la relación con los demás –él y los millares y millones que son como
él–, ceder el paso o gestos parecidos ya no forman parte de sus reflejos. De su
adiestramiento social. De su educación. Da lo mismo, a estas alturas, que quien
venga por la acera sea mujer, niño, anciano o joven de su mismo sexo y edad. Lo
más elemental del mundo, ceder el paso a cualquiera, al que viene de frente, va
a cruzar el umbral de una puerta o te cruzas en un pasillo, resulta para él
algo impensable, por completo ajeno a su comprensión y a su forma de mirar el
mundo. No existe, y punto. Nadie se lo ha enseñado en casa o en el colegio, o
nadie le ha insistido en ello. Lo suyo es irreprochable, por tanto. Es un
grosero honrado, un animal consecuente. Una bestia inocente, limpia de polvo y
paja.
Ustedes saben que lo que acabo de contar no es una anécdota
casual. Siempre hay justos en Sodoma, claro. Por suerte aún quedan muchos y muy
nobles. Pero su número decrece, sin duda. Basta un trayecto en metro o autobús,
un rato en los bancos de espera de una estación de tren de cercanías: jambos o
pavas despatarrados en un asiento, dándole al móvil mientras un anciano, una
mujer embarazada o quien diablos toque, cualquiera a respetar, están de pie a
su lado. Descarados que se ponen delante cuando estás esperando un taxi y le
hacen señas primero, en vez de preguntar si lo esperabas tú; brutos que empujan
para pasar primero, ignorando que exista algo parecido a una disculpa; cretinos
de ambos sexos que permanecen callados mirando al vacío cuando saludas al
entrar en una sala de espera; gentuza que no ha pronunciado nunca las palabras
‘por favor’ y ‘gracias’, e ignora lo mucho que esas expresiones facilitan la
vida propia y ajena; patanes que, cuando les sostienes la puerta para que no
les dé en las narices, pasan por tu lado sin mirarte siquiera, sin un gesto de
agradecimiento o una sonrisa. Chusma incivil, en suma. Bajuna morralla que
ignora, porque ya casi nadie lo impone en ninguna parte, que la educación, la
cortesía, las buenas maneras son la única forma de hacer soportable la ingrata
promiscuidad a que nos obliga la vida.
Claro que, a veces, uno también tiene ocasión de tomarse
pequeños desquites; como aquella vez en el hotel Colón de Sevilla, cuando mi
compadre Juan Eslava Galán y yo entramos en un ascensor, saludando corteses a
un individuo que estaba dentro, y éste siguió mirando el vacío sin despegar los
labios, tan apático y silencioso como una almeja cruda. Entonces Juan, con esa
eterna guasa pícara que tiene, se volvió a mirarme, suspiró hondo y dijo con
aire contrariado: «Vaya por Dios. Otra vez nos toca subir con un mudo».
© XLSemanal
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