Por Javier Marías |
En 2016 se
hizo un remake poco apetecible con Denzel Washington, pero
una noche perezosa lo pillé en la tele y le eché un vistazo. En seguida me
desinteresó, porque los siete de ahora eran totalmente inverosímiles, como un
viejo mural de la ONU representando a las razas del globo. Aparte de
Washington, negro, había un hispano o dos, un asiático, un indio o “nativo
americano” y no recuerdo si alguien con turbante (puede que lo soñara luego).
Esto, de manera artificial y forzada, sucede cada vez más en el cine y en las
series estadounidenses, y va ocurriendo en las británicas. Si hay un equipo de
policías, suelen componerlo un par de negros o negras (por lo general son los
jefes), alguna asiática, un hawaiano, un inuit, varios hispanos. Si la banda es
de criminales, la diversidad racial se relaja: pueden ser todos blancos, y
además fumadores, puesto que son “los malos”.
Desde la penosa
ceremonia de los últimos Óscars hemos sabido a qué se debe esa convención cuasi
obligada. La sexista actriz Frances McDormand hizo ponerse
en pie sólo a las mujeres nominadas
(imagínense que un actor hubiera invitado a lo mismo sólo a sus colegas
masculinos: se lo habría bombardeado por tierra, mar y aire), lanzó un discurso
y concluyó reivindicando la “Inclusion Rider”.
Como nadie sabía qué era eso, se multiplicaron las consultas en Internet y a
continuación ha habido un aluvión de elogios tanto a la sexista McDormand como
a esa cláusula opresiva que los artistas con poder pueden imponer en sus
contratos para dictarles a los creadores (guionistas, adaptadores, directores)
lo que tienen que crear. Porque esa cláusula exige que, tanto en el reparto
como en el equipo de rodaje, haya al menos un 50%
de mujeres, un 40% de diversidad étnica, un 20% de personas con discapacidad y
un 5% de individuos LGTBI. Con ello se quiere “comprometer” a la industria a
que muestre en sus producciones “una representación real de la sociedad”, y a
que éstas “reflejen el mundo en que vivimos”. Uno se pregunta desde cuándo el
arte está obligado a tal cosa. La exigencia recuerda a la de los retrógrados
que reprochaban a Picasso no plasmar la realidad “tal como era”. O a los que
criticaban a Tolkien por evadirse en ficciones fantásticas. Huelga decir que,
con esos porcentajes, nunca se podría haber filmado El Padrino ni La ventana indiscreta ni Ciudadano Kane ni casi nada.
La iniciativa de la efímeramente famosa “Inclusion Rider” al
parecer se debe a Stacy Smith, profesora de una Universidad californiana, la
cual se molestó en mirar con lupa, lápiz y papel novecientas películas
estadounidenses de entre 2007 y 2016, y en indignarse al computar que el 70,8%
de los personajes eran blancos, frente a un 13,6% de negros —que, dicho sea de
paso, es justamente la proporción de la población de esta raza en su país— y un
3,1% de hispanos.
Más indignante aún:
insuficientes personajes homosexuales y transgénero. También comprobó con
espanto que en los guiones hablaba una mujer por cada 2,3 varones parlanchines.
Y añadió furiosa: “Las películas no dan a todo el mundo la misma oportunidad de
aparecer en ellas”. Uno se pregunta por qué habrían de hacerlo. El arte no es
lo mismo que la vida real, en la que, en efecto, todos deberían tener la misma
oportunidad de educarse, trabajar, ganar dinero y demás. El arte depende de
cada individuo. Cada novelista o dramaturgo escribe sobre lo que lo inquieta o
atrae o conoce, cada pintor pinta lo que le parece o le inspira; y, si bien el
cine es una industria, su éxito depende en gran medida de los que inventan, y a éstos, desde la defunción de la Unión
Soviética y otros sistemas totalitarios, se les ha garantizado plena libertad…
hasta hoy. “Exigimos más personajes femeninos”, se oye con frecuencia en la
actualidad, “y además que sean fuertes, inteligentes, positivos y de
lucimiento”. ¿Y por qué no los escriben ustedes a ver qué pasa —dan ganas de
contestar—, en vez de forzar a otros a que creen historias ortopédicas y
falsas, de mera propaganda, tan increíbles como las hagiografías que propiciaba
el franquismo en nuestro país? Mutatis mutandis, es
como si se pidieran más Fray Escobas y Molokais, sólo que los santos de hoy han variado. Si en
mis novelas se me impusieran semejantes porcentajes (dos de ellas cuentan con
protagonista y narradora femenina, y en todas aparecen mujeres, pero no negros
ni asiáticos ni personas transgénero, porque no están en mi mundo y sé poco de ellos), nunca habría escrito
ninguna. Si de lo que se trata es de eso, de que se acabe el arte libre y
personal, no cabe duda de que cuantos aplauden a la sexista McDormand están en
el buen camino para asesinarlo.
© El País (España)
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