Por James Neilson |
Como sucede con cierta frecuencia, tiene razón Luis Barrionuevo:
a dos presidentes radicales, Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa no les fue nada
bien luego de que “atacaron a los sindicatos”. ¿También la tendrá Hugo Moyano,
que acaba de pronosticar la pronta caída del gobierno de Mauricio Macri, ya que
a su juicio cometió el mismo error fatal cuando le recomendó confiar en la
Justicia que está hurgando en sus asuntos, lo que en su opinión equivalía a
atacar al gremialismo en su conjunto? Por lo tanto, ¿tendrá que pagar las
consecuencias?
Es probable que Moyano se haya equivocado, que Macri
sobreviva indemne a las embestidas furibundas del camionero y sus amigos porque
el grueso de la ciudadanía está harto de la prepotencia sindical. Así y todo,
el Presidente tiene motivos para sentirse inquieto. Del resultado del conflicto
que está cobrando fuerza dependerá el futuro no sólo del gobierno que encabeza
sino también aquel del país.
Si Macri cede ante las presiones del hombre que desempeña un
papel parecido a aquel del metalúrgico Lorenzo Miguel hasta que el triunfo arrasador
de Alfonsín en las primeras elecciones de la democracia recuperada lo
transformó en un “mariscal de la derrota” para los demás peronistas, no le será
dado llevar a cabo las reformas estructurales que se ha propuesto para que la
Argentina disfrute de los veinte años o más de crecimiento vigoroso que dice
prever. Antes de poner manos a la obra, Macri tendrá que superar los obstáculos
que los populistas le han puesto en el camino. De estos, el poder destructivo
del sindicalismo es el que planteará más dificultades.
Al hablar como hicieron, el camionero y su aliado coyuntural
gastronómico nos advirtieron que la vieja Argentina, el país ultraconservador
que se aferra con tenacidad casi suicida al “modelo” corporativista que fue
ensamblado generaciones atrás por el entonces coronel Juan Domingo Perón, sigue
resistiéndose a dejarse reemplazar por otro que, a pesar de sus deficiencias, a
buen seguro sería más apropiado para los tiempos que corren.
Los camioneros y quienes quieren sacar provecho de su
capacidad para paralizar el país distan de ser los únicos resueltos a luchar
contra la amenaza que para ellos representa lo que tienen en mente los
macristas. Además de los incondicionales de Cristina que, lejos de sentirse
alarmados por el riesgo de que la Argentina se convierta en una versión sureña
de Venezuela, quisieran que el país se desplomara cuanto antes, hay muchos
empresarios a quienes les asusta sobremanera el espectro de una apertura
comercial y otros que preferirían prolongar el statu quo que conocen a
arriesgarse en un país de reglas menos anticuadas que las vigentes. Todos
quieren que el gobierno de Cambiemos se vaya bien antes de la fecha prevista
por la Constitución nacional.
Aunque los sindicalistas no fueron directamente responsables
del final calamitoso que tuvo la gestión de Alfonsín y el golpe civil que
volteó a De la Rúa, ayudaron mucho a hacer ingobernable al país, de tal manera
preparando el escenario para el triste desenlace que se produjo. Luego de hacer
fracasar el intento de Alfonsín de regular la actividad sindical con la llamada
“ley Mucci”, le asestaron once paros generales y su correligionario De la Rúa
tuvo que soportar nueve en los apenas dos años que duró su mandato. En vísperas
del colapso de 2001 y 2002, la incesante militancia sindical hizo insostenible
una situación que ya era precaria debido al inhóspito panorama internacional en
los años que antecedieron al gran boom de los commodities desatado por la
expansión explosiva de la economía china que vino justo a tiempo para que el
kirchnerismo levantara vuelo.
Hasta ahora, Macri ha tenido más suerte que sus dos
antecesores radicales. El proceso de ablandamiento que han emprendido los más
beligerantes apenas ha comenzado, acaso porque el sindicalismo local,
penosamente desprestigiado, haya dejado de ser, como era durante décadas, el
más poderoso en términos relativos de su tipo del mundo occidental. Con todo,
parecería que Moyano y sus hijos lo creen aún capaz de reeditar las proezas de
antes cuando estaba en condiciones de frustrar cualquier iniciativa oficial. En
aquellos días, hasta los militares vacilaron en oponérsele no sólo por temor a
los problemas económicos y sociales que podían provocar sino también por
entender que en sus filas abundaban personajes dispuestos a ayudarlos en la
“lucha contra la subversión” de izquierda.
Los menos beneficiados por el poder omnímodo que durante
años tenía el sindicalismo peronista fueron los obreros. Sería de suponer que,
merced a la combatividad de una larga sucesión de líderes dispuestos a derrocar
a cualquier gobierno que se animara a hacerles frente, los trabajadores
argentinos se encontrarían entre los mejor remunerados del planeta, pero sucede
que, a diferencia de los de países desarrollados en que el poder de fuego
sindical era decididamente menor, se depauperaron. Por lo demás, gracias en
buena medida al aporte al deterioro de la educación pública de los sindicatos
docentes, la mayoría carece de los conocimientos que necesitaría para prosperar
en el mundo muy competitivo que, nos guste o no nos guste, está conformándose
con rapidez desconcertante.
Que los frutos del poder de veto sindical hayan sido tan
magros para los afiliados tiene su lógica. Lo que siempre han querido los jefes
vitalicios de las organizaciones más fuertes es que la Argentina siguiera
empantanada en un pasado casi preindustrial en que, según ciertos teóricos
peronistas, a ellos les correspondería llevar la voz cantante. Asimismo, con
retórica patriotera han colaborado con empresarios proteccionistas para
defender el aislamiento que tantos perjuicios ha causado. Al defender un
“modelo” cada vez más desactualizado, los jefes del “movimiento obrero” han
privado a millones de obreros de la posibilidad de participar de los beneficios
que les hubiera brindado el desarrollo económico.
Macri se siente frustrado por los resultados decepcionantes
de la política antiinflacionaria que está tratando de aplicar. En cambio,
muchos sindicalistas celebran los reveses en dicho ámbito porque la inflación
alta les permite renegociar “paritarias” varias veces al año, de tal modo
garantizándoles su propio protagonismo. Pedirles a los más belicosos colaborar
para que por fin el país deje atrás el flagelo que tanto le ha costado es una
pérdida de tiempo; so pretexto de impedir que el pueblo se vea castigado
nuevamente por un gobierno “neoliberal”, se opondrán a cualquier acuerdo
destinado a estabilizar la moneda.
Sería igualmente inútil esperar que los Moyano se
preocuparan por los costos logísticos que tienen que enfrentar los productores
del interior; desde su punto de vista, todo debería moverse en camiones, no en
trenes de carga. No se trata de un detalle menor; cuesta mucho más llevar una
tonelada de soja desde Salta hasta Rosario que transportarla desde la Argentina
hasta Europa o China.
Felizmente para Macri y otros funcionarios del gobierno de
Cambiemos, en la batalla que están librando contra quienes luchan para que el
país siga siendo un museo económico, cuentan con un arma muy potente: la
corrupción insolente de sus adversarios más furibundos. Por motivos que a buen
seguro interesarían a los psicólogos, en América latina casi todos los
partidarios de esquemas que en un momento se suponían progresistas, pero que
andando el tiempo resultaron ser inviables, terminaron cayendo en la tentación
de aprovechar las oportunidades para enriquecerse personalmente.
Es lo que ha ocurrido en Venezuela, Brasil y muchos otros
países. Puede que tales políticos y sindicalistas se hayan sentido tan
desmoralizados por el derrumbe de sus ilusiones que optaran por desquitarse
contra sociedades que no los respetaban dando prioridad a sus propios negocios.
Sea como fuere, de no haber sido por el saqueo sistemático perpetrado por
Cristina y sus cómplices, el liberalismo moderado, de aspiraciones
modernizadoras, del que el macrismo es una manifestación notable aún sería un
fenómeno minoritario, ya que la caída en desgracia del populismo kirchnerista
no se debió a sus defectos evidentes sino a la rapacidad ilimitada de quienes
durante más de doce años habían gobernado el país.
Por razones parecidas, el sindicalismo belicoso de los
Moyano y quienes comparten su actitud se ha visto debilitado por sospechas nada
arbitrarias en torno al origen de las riquezas que se las han ingeniado para
acumular. El que el camionero ya no trate de ocultar su convicción de que no
tardará en vestirse con un chaleco antibalas camino de una celda hace suponer
que sabe muy bien que la evidencia en su contra seguirá amontonándose.
Desgraciadamente para quienes imaginaban que por su condición de sindicalista
merecerían disponer de fueros como los que sirven para que ciertos legisladores
todavía gocen de libertad ambulatoria, a muchos compañeros les molesta la idea
de solidarizarse con individuos que en cualquier momento podrían ser enviados a
una cárcel. Estarían más que dispuestos a hacer número en protestas contra los
“ajustes neoliberales”, pero no quieren ayudar a intimidar a un gobierno
democrático en un esfuerzo desesperado para obligarlo a dar protección a
delincuentes.
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