Por Manuel Vicent |
El Kaláshnikov se
ha convertido en un instrumento de oración. Con cada proyectil escupe también
una plegaria. Rezar y disparar. Nunca como hoy han estado tan unidos el bien y
el mal, el progreso y el regreso de la humanidad en una confusa amalgama de
religión, ciencia y fanatismo. Miles de millones de habitantes del planeta
profesan la nueva fe en la energía nuclear sin dejar de creer en sus antiguos
dioses. En el billete de
dólar con el que se compran y se venden todas las almas se halla escrita esta
súplica: ¡en Dios confiamos!
En el inconsciente colectivo de Estados Unidos
están interiorizados, como iconos de la patria, el rifle Winchester y el Colt
45; de hecho las matanzas en los centros escolares constituyen una forma de
costumbrismo.
Los profesores en
los colegios, según Donald Trump, deberían impartir lecciones de ética con un
revólver en la mano. Los yihadistas dominan las redes sociales más sofisticadas,
pero gritan ¡Alá es grande! antes de ametrallar a los enemigos.
Los judíos de
Israel imploran protección a Yavhé en el Muro de las Lamentaciones, aunque sin
duda fían más su seguridad a la posesión de la bomba atómica. Los seguidores de
Buda y de Confucio son capaces de compaginar la armonía del nirvana con las
leyes del capitalismo más salvaje. Los animistas africanos asesinan a sus
congéneres de otras etnias y luego por su smartphonese enteran
del resultado de la razia.
Los millones de
neuronas de nuestro sistema digestivo se encargan de provocarnos náuseas y
vómitos cuando un alimento indigesto penetra en el estómago; en cambio, las
neuronas del cerebro admiten sin rechazo alguno toda clase de basura. Lo cuecen
todo en una confusa unidad, el bien y el mal, la fe, la ciencia y el fanatismo,
de modo que hoy matar puede ser lo mismo que rezar. Se aprieta el gatillo y
salen convertidas en plomo las plegarias.
© El País (España)
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