Por Guillermo Piro |
Las atribuciones a veces son olvidadizas e injustas. No hace
falta remontarse a los albores de la historia de la literatura, nos ocurre a
nosotros, todos los días, cada vez que asignamos un mérito inventivo a alguien
que no hizo más que llegar segundo. Y ya se sabe que quien inventa o dice algo
por primera vez es un genio, pero el segundo es un tonto. No debería ser así,
pero así es.
Hay un principio bastante conocido que se denomina “la
pistola de Chéjov”. El 1° de noviembre de 1889, Anton Chéjov le escribe a
Aleksandr Lazarev diciendo: “Uno nunca debe poner una pistola en el escenario
si no se va a usar. Está mal hacer promesas que no piensas cumplir”. Esa fue la
base del principio que años más tarde Chéjov postuló de manera más explícita:
“Elimina todo lo que no tenga relevancia en la historia. Si en el primer
capítulo dijiste que había una pistola colgada en la pared, en el segundo o
tercero debe ser descolgada inevitablemente. Si no va a ser disparada, no
debería estar allí”. En otros términos: cada elemento presente en una narración
debe ser necesario e irreemplazable, de lo contrario debe ser eliminado.
Vayamos más atrás. Paschal Grousset fue un escritor y
político francés que vivió entre 1844 y 1909. En 1876 Grousset envió al editor
Pierre-Jules Hetzel el manuscrito de una novela. Hetzel era conocido por ser el
editor de Julio Verne, famoso ya entonces por sus Viajes extraordinarios.
Hetzel leyó la novela y le escribió a Grousset haciéndole una sugerencia: le
proponía pagarle por ella, pero a condición de que Julio Verne la reescribiera
y la publicara con su nombre. La novela en cuestión hablaba de dos ciudades:
una utópica, socialista, cuyos habitantes vivían en plena felicidad, y otra
ciudad, que era todo lo contrario, con habitantes que trabajaban en una noche
perpetua en una usina metalúrgica fabricando un gran cañón que dispararía un
proyectil que destruiría la ciudad del bien. En la novela, un ciudadano de la
ciudad utópica se infiltra en la ciudad metalúrgica y consigue impedir que el
cañón dispare. La obra en cuestión terminó siendo Los quinientos millones de la
Begun.
Hetzel alude en sus cartas a generalidades que justifican su
idea de que la novela de Grousset debe ser reescrita, pero Grousset se niega a
vender su obra, entre otras cosas porque la sola mención del nombre de Verne le
hace pensar que la suya se trata de una obra maestra. Hetzel y Grousset
mantienen un intercambio epistolar activo: Grousset se niega, Hetzel aumenta la
oferta; Grousset se sigue negando, Hertzel aumenta la oferta un poco más. De
toda esa discusión, Verne se mantiene alejado. Hasta que entra en acción. La
carta de Verne es respetuosa pero despiadada, y no le deja otra opción a
Grousset que la de vender su obra, cosa que hace. La carta de Verne, donde
señala los errores de la novela original, es muy larga, pero arranca de un modo
letal, diciendo: “Su novela, si es que puede llamarse a eso una novela, no está
escrita. Solo está esbozada”. Lo que sigue es una extensa enumeración de
errores, pero llegado a un punto encontramos lo que nos interesa. Verne alude
justamente al cañón y al proyectil; le explica a Grousset: “Usted no puede
estar hablando durante toda la obra de un cañón y un proyectil y que al final
el cañón no dispare”. De hecho, en la versión de Verne es exactamente lo que
ocurre, solo que en este caso Schwartz modifica la inclinación del cañón y
consigue así que el proyectil no dé en el blanco.
Los quinientos milones de la Begun se publicó en 1879,
cuando Chéjov tenía 19 años. Lejos de considerar a Chéjov un tonto, lamentamos
decir que en este caso llegó diez años tarde y que en esta historia eso es lo
que le tocó ser. De cualquier modo, todos somos siempre el Chéjov de un Verne.
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