Por Manuel Vicent |
Conocí por primera vez la nieve el 15 de enero de 1946, a
los 10 años. El día de Reyes en el cine del pueblo habían echado la película
Argel y aun estaban Charles Boyer y Hedy Lamarr mirándose a los ojos en los
cartones expuestos en la fachada del bar Nacional cuando sobre ellos empezaron
a caer los primeros copos. Camino de la escuela, mientras sonaba en mi bolsa la caja de
lápices Alpino, vi que la nieve caía también sobre el tiovivo y los barracones
de tiro que estaban montando los feriantes para la fiesta de San Sebastián.
A media tarde la nieve ya había cubierto los tejados, los
campos de hortalizas, los naranjos y los nidos de los pájaros que yo me sabía.
Durante toda la noche continuó nevando dentro de un silencio blanco y
suspendido. Por la mañana no se oían ladridos de perros ni relinchos de
caballos, no piaban los gorriones ateridos y tampoco zureaban los palomos.
Sobre ese silencio de algodón el sol radiante iluminó el
metro de nieve que cubría todo lo que podías ver desde la montaña hasta el mar.
La nevada heló los naranjos y añadió más hambre y desolación a la que había
traído la guerra.
Esta nieve tan bonita nos hará más pobres que las ratas-
decía mi padre. La naturaleza no cambia, ni aprende ni olvida. Este año ha
caído una nieve como la de 1946, pero entre las dos nevadas la vida ha
reventado. La nieve pura de mi niñez cubría la miseria, el miedo y la
represión.
Esta nevada de 2018 ha producido atascos de coches de gente
feliz que venía de esquiar el fin de semana. Entonces en el pueblo se decía que
la Virgen se estaba apareciendo a una niña. Hoy SpaceX acaba de lanzar al
espacio el cohete Falcon Heavy para colocar un coche eléctrico Tesla en la
órbita del sol más allá de Marte. Pero la naturaleza no aprende. Sigue nevando
siempre igual sobre la miseria y la locura humana.
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