Por Manuel Vicent |
Durante millones de años el primate estuvo sumido en la
confusión de los sentidos hasta que llegó el momento en que intervino la
serpiente. Con un picotazo en la nuca, la serpiente inoculó la conciencia en su
cerebro y el primate, de repente, se sintió inteligente y culpable. Este hecho
ha llegado a nuestra cultura en forma de fábula. En medio del edén estaba el árbol de la ciencia con la
manzana prohibida. “Quien coma la fruta de este árbol morirá” —dijo Yahvé—.
Entre helechos arborescentes, aquel primate iba desnudo y se creía inmortal,
una sensación que compartía con el resto de los animales.
Puede que otros simios congéneres conocieran la prohibición
decretada por el amo del edén, pero solo él, nuestro directo antepasado,
tentado por la serpiente, osó quebrantarla. “Si mordéis esta manzana seréis
como dioses” —le dijo la serpiente a Eva—. Ya se sabe con qué castigo tuvo que
cargar la humanidad por este desafío a su creador.
Nuestros primeros padres fueron expulsados del paraíso,
condenados a parir con dolor, a trabajar con el sudor de la frente y a morir.
¿Y todo por una simple manzana? —pregunta un niño al maestro—. Alguien tiene
que explicarle a ese niño que la manzana del paraíso es la conciencia, la
razón, el conocimiento, la curiosidad y la rebeldía que el ser humano ha
heredado de aquella pareja de primates bajo el nombre de pecado original.
El árbol de la ciencia sigue dando hoy otras manzanas
mordidas, la de Newton, la de Alan Turing, la de Steve Jobs, que penden de sus
ramas en forma de iPad, de iPhone. Seréis como dioses. La serpiente actúa ahora
en los laboratorios de biología molecular, donde gracias al pecado original el
ser humano ha adquirido el poder caprichoso e ilimitado de su creador.
Cada día está más cerca el último asalto a la inmortalidad.
De hecho, unos chinos acaban de clonar a un mono.
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