Un texto de José
Ingenieros
Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inválido
moral se refugia en la tiniebla. En el crepúsculo medra el vicio, que la
mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por leyes que la
sociedad forja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la
transición es insensible; la noche se incuba en el crepúsculo.
De la honestidad convencional se pasa a la infamia
gradualmente, por matices leves y concesiones sutiles. En eso está el peligro
de la conducta acomodaticia y vacilante.
Los tránsfugas de la moral son rebeldes a la domesticación;
desprecian la prudente cobardía de Tartufo. Ignoran su equilibrismo, no saben
simular, agreden los principios consagrados; y como la sociedad no puede
tolerarlos sin comprometer su propia existencia, ellos tienden sus guerrillas
contra ese mismo orden de cosas cuya custodia obsesiona a los mediocres.
Comparado con el inválido moral, el hombre honesto parece
una alhaja. Esa distinción es necesaria; hay que hacerla en su favor, seguros
de que él la reputará honrosa. Si es incapaz de ideal, también lo es de crimen
desembozado; sabe disfrazar sus instintos, encubre el vicio, elude el delito
penado por las leyes. En los otros, en cambio, toda perversidad brota a flor de
piel, como una erupción pustulosa; son incapaces de sostenerse en la
hipocresía, como los idiotas lo son de embalsarse en la rutina. Los honestos se
esfuerzan por merecer el purgatorio; los delincuentes se han decidido por el
infierno embistiendo sin escrúpulos ni remordimientos contra la armazón de
prejuicios y leyes que la sociedad les opone.
Cada agregado humano cree que "la" verdadera moral
es "su moral", olvidando que hay tantas como rebaños de hombres. Se
es infame, vicioso, honesto o virtuoso, en el tiempo y en el espacio. Cada
"moral" es una medida oportuna y convencional de los actos que
constituyen la conducta humana; no tiene existencia esotérica, como no la
tendría la "sociedad" abstractamente considerada.
Sus cánones son relativos y se transforman obedeciendo al
enmarañado determinismo de la evolución social. En cada ambiente y en cada
época existe un criterio medio que sanciona como buenos o malos, honestos o
delictuosos, permitidos o inadmisibles, los actos individuales que son útiles o
nocivos a la vida colectiva. En cada momento histórico ese criterio es la
subestructura de la moral, variable siempre.
Los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su
conducta a la moralidad media de la sociedad en que viven. Son inferiores;
tienen el "alma de la especie", pero no adquieren el "alma
social". Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres
excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desadaptación evolutiva
en el sentido de la perfección.
Son innúmeros. Todas las formas corrosivas de la
degeneración desfilan en ese calidoscopio, como si al conjuro de un maléfico
exorcismo se convirtieran en pavorosa realidad los más sórdidos ciclos de un
infierno dantesco: parásitos de la escoria social, fronterizos de la infamia,
comensales del vicio y de la deshonra, tristes que se mueven acicateados por
sentimientos anormales, espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias
enfermizas y sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientes.
Irreductibles e indomesticables, aceptan como un duelo
permanente la vida en sociedad. Pasan por nuestro lado impertérritos y
sombríos, llevando sobre sus frentes fugitivas el estigma de su destino
involuntario y en los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus
semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que son las víctimas de un complejo
determinismo, superior a todo freno ético; súmanse en ellos los desequilibrios
transfundidos por una herencia malsana, las deformes configuraciones morales
plasmadas en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que
atraviésanse al azar en su existencia.
La ciénaga en que chapalean su conducta asfixia los gérmenes
posibles de todo sentido moral, desarticulando los últimos prejuicios que los
vinculan al solidario consocio de los mediocres. Viven adaptados a una moral
aparte, con panoramas de sombrías perspectivas, esquivando los valores
luminosos y escurriéndose entre las penumbras más densas; fermentan en el
agitado aturdimiento de la grandes ciudades modernas, retoñan en todas las
grietas del edificio social y conspiran sordamente contra su estabilidad,
ajenos a las normase de conducta características del hombre mediocre,
eminentemente conservador y disciplinado. La imaginación nos permite alinear
sus torvas siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular
vuelca sus tonos violentos de oro y de púrpura, de incendio y de hemorragia:
desfile de macabra legión que marcha atropelladamente hacia la ignominia.
En esa pléyade anormal culminan los fronterizos del delito,
cuya virulencia crece por su impunidad ante la ley.
Su débil sentido moral les impide conservar intachable su
conducta, sin caer por ello en plena delincuencia: son los imbéciles de la
honestidad, distintos del idiota moral que rueda a la cárcel. No son
delincuentes, pero son incapaces de mantenerse honestos; pobres espíritus de
carácter claudicante y voluntad relajada, no saben poner vallas seguras a los
factores ocasionales, a las sugestiones del medio, a la tentación del lucro
fácil, al contagio imitativo. Viven solicitados por tendencias opuestas,
oscilando entre el bien y el mal, como el asno de Buridán. Son caracteres
conformados minuto por minuto en el molde inestable de las circunstancias. Ora
son auxiliares a medias por incapacidad de ejecutar un plan completo de
conducta antisocial, ora tienen suficiente astucia y previsión para llegar al
borde mismo del manicomio y de la cárcel, sin caer. Estos sujetos de moralidad
incompleta, larvada, accidental o alternante, representan las etapas de la
transición entre la honestidad y el delito. la zona de interferencia entre el
bien y el mal, socialmente considerados. Carecen del equilibrismo oportunista
que salva del naufragio a otros mediocres.
Un estigma irrevocable impídeles conformar sus sentimientos
a los criterios morales de su sociedad. En algunos es producto del temperamento
nativo; pululan en las cárceles y viven como enemigos dentro de la sociedad que
los hospeda. En muchos la degeneración moral es adquirida, fruto de la
educación; en ciertos casos deriva de la lucha por la vida en un medio social
desfavorable a su esfuerzo; son mediocres desorganizados, caídos en la ciénaga
por obra del azar, capaces de comprender su desventura y avergonzarse de ella,
como la fiera que ha errado el salto. En otros hay una inversión de los valores
éticos, una perturbación del juicio que impide medir el bien y el mal con el
cartabón aceptado por la sociedad: son invertidos morales;, ineptos para
estimar la honestidad y el vicio. Inestables hay, por fin. cuyo carácter revela
una ausencia de sólidos cimientos que los aseguren contra el oscilante vaivén
de los apremios materiales y la alternativa inquietante de las tentaciones
deshonestas. Esos inválidos no sienten la coerción social; su moralidad
inferior bordejea en el vicio hasta el momento de encallar en el delito.
Estos inadaptables son moralmente inferiores al hombre
mediocre. Sus matices son variados: actúan en la sociedad como los insectos
dañinos en la naturaleza.
El rebaño teme a esos violadores de su hipocresía. Los
prudentes no les perdonan el impudor de su infamia y organizan contra ellos una
compleja armazón defensiva de códigos, jueces y prestigios; a través de siglos
y de siglos su esfuerzo ha sido ineficaz. Constituyen una horda extranjera y
hostil dentro de su propio terruño, audaz en la asechanza, embozada en el
procedimiento, infatigable en la tramitación aleve de sus programas trágicos.
Algunos confían su vanidad al filo de la cuchilla subrepticia, siempre alerta
para blandirla con fulgurante presteza contra el corazón o la espalda; otros
deslizan furtivamente su ágil garra sobre el oro o la lema que estimulan su
avidez con seducciones irresistibles; éstos violentan, como infantiles
juguetes, los obstáculos con que la prudencia del burgués custodia el tesoro
acumulado en interminables etapas de ahorro y de sacrificio; aquéllos denigran
vírgenes inocentes para lucrar, ofreciendo los encantos de su cuerpo venusto a
la insaciable lujuria de sensuales y libertinos; muchos succionan la entraña de
la miseria, en inverosímiles aritméticas de usura, como tenias solitarias que
nutren su inextinguible voracidad en los jugos icorosos del intestino social
enfermo; otros captan conciencias inexpertas para explotar los riquísimos
filones de la ignorancia y el fanatismo. Todos son equivalentes en el desempeño
de su parasitaria función antisocial, idénticos en la inadaptación de sus
sentimientos más elementales. Converge en ellos una inveterada promiscuación de
instintos y de perversiones que hace de cada conciencia una pústula,
arrastrándolos a malvivir del vicio y del delito.
Sea cual fuere, sin embargo, la orientación de su
inferioridad biológica o social, encontramos una pincelada común en todos los
hombres que están bajo el nivel de la mediocridad: la ineptitud constante para
adaptarse a las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan la lucha
por la vida. Carecen de la aptitud que permite al hombre mediocre imitar los
prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que vegeta.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO III-II –
LOS VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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