Por Jorge Fernández Díaz |
El último gesto de vida de Antonio Muscat, segundos después
de recibir una lluvia de plomo, es esta lágrima furtiva que le cruza el rostro
final, tendido sobre la vereda ensangrentada. Nació en Dock Sud, provenía de
una humilde familia de inmigrantes malteses y se casó con una bella croata de
tres nombres a quien todos llamaban Beba. Se recibió de contador público,
ingresó en Molinos e hizo una larga carrera en el grupo Bunge & Born.
Su
vida personal siguió siendo sencilla, frugal y feliz: se lo veía siempre
cortando el pasto del jardín de su casa de Quilmes, acompañando a sus tres
hijas mujeres y ayudando a los más pobres desde sociedades de fomento, club de
leones y parroquias ribereñas. Beba lo esperaba todas las tardes con la alegría
de una novia. Al día siguiente del secuestro de los hermanos Born, ella atendió
un llamado: "Decile al hijo de puta de tu marido que va a ser el
próximo". Al principio de los violentos años 70, la compañía le había
ofrecido trasladarse a Brasil; luego le intervinieron el teléfono y le pusieron
una custodia. Pero Antonio no quería asilarse ni vivir vigilado; pensó
sinceramente que nadie querría matar a un simple gerente, a un tipo de barrio.
Más bien cavilaba, y no sin algo de razón, que esos amagues eran simples
presiones para que el patriarca de los Born soltara por fin el dinero del
rescate. Pero el patriarca se ponía duro y las negociaciones se dilataban, y
entonces los responsables de la Operación Mellizas tomaron secretamente la
decisión de "ejecutar" a algún empleado de la compañía para ablandar
la voluntad, para aceitar el diálogo. Antonio Muscat no tenía forma de saber
que ya se había transformado en un blanco móvil.
Esta mañana del 7 de febrero de 1975 gobierna Isabel Perón,
y hay un sol radiante. Muscat, como todos los días, se levanta temprano, sale a
hacer flexiones y ejercicios de respiración, se ducha y despierta a Beba:
siempre se sienta a su lado en la cama y le ceba unos mates. Luego carga a dos
hijas en su Ford Falcon y cambia su itinerario de rutina, puesto que debe dejar
a una de ellas en la estación de trenes. "Apurate que tengo varios coches
atrás", le dice. Ella se apura y, por lo tanto, solo le deja un beso
fugaz. Todavía hoy, 43 años después y con la perspectiva del drama, se
arrepiente de aquella fugacidad. El dolor nos vuelve injustos con los detalles.
En la barrera Rodolfo López un coche le frena a Muscat por
la retaguardia, y otro se adelanta y se le pone a la par. El contador entiende
que algo grave está por suceder, porque comienzan a sonar dos sirenas. La
barrera se alza y él pisa el acelerador. Pero a los pocos metros un tercer auto
sale de la nada y lo bloquea, y lo encierran hacia la derecha. De ellos surgen
nueve tipos armados con ametralladoras y le arrojan gas pimienta. La otra hija
de Muscat baja aturdida y se refugia por un instante detrás del Falcon, y
Antonio parece alejarse de ella quizá porque intuye que van a rociarlo de
muerte, y no quiere que las balas la alcancen. Los asesinos se concentran en
él: uno de los proyectiles le entra por el brazo, le atraviesa el tórax y le
toca el corazón.
Cuando se acerca, su hija lo ve caído y por el rabillo del
ojo divisa a los nueve homicidas, que regresan a sus coches con las
ametralladoras humeantes. Es en ese instante de conmoción cuando observa que
aquella lágrima solitaria y última surca la cara de su padre. Un conscripto que
pasa por ahí la ayuda a cargar el pesado cuerpo y a conducirlo a la Clínica
Modelo. Beba Muscat, pocos minutos más tarde, entra en el quirófano sin saber
que su marido ya ha expirado y le grita: "¡Vamos, Antonio, fuerza!".
Hasta que una enfermera la acaricia amorosamente, ella se da cuenta de la
verdad y se desmorona.
Muscat fue sepultado en el cementerio de Avellaneda; dentro
de la caja fuerte de su oficina encontraron varias amenazas firmadas por
Montoneros y ERP. Born, que lo conocía y lo estimaba, ordenó fríamente que
pagaran una indemnización, pero solo envió unas flores y una tarjeta
impersonal. Sus dos hijos recobraron la libertad, pero nadie se acordó nunca de
esa familia mutilada. Ni una línea, ni una palabra, ni un llamado. Beba se
sintió abandonada emocionalmente por los patrones de su esposo. Estuvo un año
entero muerta en vida, hasta que de pronto resucitó: dijo que nunca más iba a
consumir la yerba ni la harina ni ningún otro producto que fabricaran las
empresas de los Born, y se dedicó con risas y con garra a sacar adelante a sus
hijas. Jamás volvió a enamorarse, pero logró que todas hicieran un buen duelo y
que no se agitara obsesivamente en el hogar la memoria de aquel terrible
atentado; no quería que sus nietos crecieran con resentimiento. La dictadura
militar les pareció a todas ellas una aberración inexcusable: lavar sangre con
más sangre, combatir el terrorismo transformando al Estado en terrorista y en sádico
asesino en masa. Los posteriores negocios de Born con Galimberti les hicieron
rechinar los dientes. Y la irresponsable mitificación de los montoneros operada
por el gobierno kirchnerista les crispó los nervios. Tuvieron que romper su
propio criterio con esos hijos y sobrinos cuando descubrieron que el clima de
época les inculcaba la épica de la "juventud maravillosa". Se vieron
forzadas a sentar a esos chicos y a explicarles seriamente lo que había
sucedido con el abuelo. Y cómo los miembros de aquellas bandas armadas jamás
pidieron perdón, y el modo en que se silenciaron a todas sus víctimas mediante
una extraña extorsión pública según la cual evocar las aberraciones terroristas
implicaba necesariamente disculpar el exterminio de Videla y de Massera, o sustentar
de manera automática la "teoría de los dos demonios".
Por esa misma razón, hay 1094 muertos invisibles en la
Argentina; la mayoría de ellos, eliminados en tiempos de democracia. Civiles y
no combatientes. Personas que trabajaban para una multinacional y eran
fusiladas con alevosía bajo la acusación de "colaborar con el
capitalismo", o que se encontraban en el lugar equivocado a la hora
equivocada, y una bomba las volaba en pedazos. O policías recién salidos de la
escuela que eran agentes de tránsito y servían como bautismo de fuego para los
militantes más ambiciosos: les disparaban a los vigilantes a mansalva en una
esquina y ganaban así prestigio en el escalafón interno de la Orga. Hirieron,
por ese camino, a 2362 ciudadanos y secuestraron a 756 hombres y mujeres.
Los Muscat no reivindican la represión ilegal, ni repudian
las condenas a los militares, ni siquiera esperan que un juez alcance alguna
vez a las cúpulas guerrilleras: parece demasiado tarde. Solo aspiran a salir
del pozo del olvido, ese averno de silencios donde la muerte es omitida por el
Estado y por la sociedad. Los desaparecidos, con gran justicia, tienen actos,
homenajes, museos, parques de la memoria, lugar en los libros. Estos muertos,
en cambio, no tienen nada. Su recuerdo no solo es necesario para reparar esa
sustracción, sino para cuestionar esta nueva historia oficial que se cuenta en
las aulas colonizadas, según la cual hubo una generación "heroica"
que dio todo por cambiar el mundo. Incapaces de un mínimo pedido de disculpas, muchos
de ellos fueron en verdad asesinos autoindulgentes, arrogantes e impunes
recubiertos bajo la piel de "idealistas". Pensé mucho en ellos y en
Muscat al leer esta semana la novela Patria, sobre ETA y el País Vasco.
Fernando Aramburu, su autor, vino a Buenos Aires y lo dejó claro: "Matar
por un ideal es un crimen".
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