Por Martín Rodríguez
Yebra
A Mauricio Macri se le agotó el tiempo confortable de las
culpas ajenas. Ante el espejo de su propia responsabilidad, un gobierno
fortalecido en las elecciones y sin rivales en condiciones de discutirle el
poder, se descubre en una crisis de identidad a la que no termina de
encontrarle salida.
Los resultados de la gestión económica son insuficientes,
medidos incluso según las expectativas autoimpuestas, y una cadena de errores
poco justificables cuestiona la esperanza de una verdadera transformación moral
después de la degradación institucional del kirchnerismo. El caso Triaca colocó
a Macri ante la disyuntiva entre ser y parecer. Una larga reflexión concluyó
con la opción por lo segundo. La purga de familiares de ministros con cargos
jerárquicos en el Estado buscó ofrecer una señal de ejemplaridad, aunque con el
costo añadido de exponer la no tan conocida superpoblación de hermanos,
esposos, padres, hijos y cuñados del establishment oficialista que viven a
costa de salarios públicos.
Al ministro de Trabajo -triunfal en su política de
generación de empleo en el círculo familiar- se lo exoneró con el argumento de
que cometió un error sin malicia (nombrar a una empleada doméstica en un gremio
intervenido). El reflejo del Gobierno es recurrir a la comparación favorable.
Cuánto más graves eran los actos reprobables de la era anterior, cuando el
vicepresidente se quedaba con la fábrica de hacer billetes o la Presidenta
creaba un emporio hotelero para atender a contratistas del Estado.
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