Por Norma Morandini |
La vida política está hecha de pasiones. Las emociones
acompañaron siempre la vida pública de nuestro país. La forma como discutimos;
el amor u odio a unos y otros dirigentes hasta la embriaguez o el temor que
suscitan los resultados electorales. Las más fuertes fueron el pavor de los
tiempos en los que el autoritarismo mató la política, se maniató la libertad y
los sentimientos dominantes fueron el terror, la angustia y las lágrimas.
Al
igual que sucedió en el mundo democrático, sobre los dolores del terror
nosotros también rehabilitamos la política de la mano de la racionalidad del
sistema democrático, la más generosa forma de gobierno: el poder no se
identifica con sus ocupantes, no les pertenece, sino con la ciudadanía que
periódicamente otorga su confianza para que se tomen decisiones en su nombre.
El sistema que legitima el conflicto, consagra derechos y con la separación
flexible de los poderes permite que los antagonismos se expresen sin poner en
riesgo las instituciones.
A cuarenta años del golpe de 1976, con generaciones nacidas
en libertad, ¿cómo entender la incitación a la violencia y las manifestaciones
de odio en rostros renovados o en adultos que ya debieron haber aprendido sobre
las consecuencias que nos dejó ese tiempo en el que los argentinos nos
desquiciamos? Como si hubiese vivido en las sombras o en el estado latente de
los virus que necesitan condiciones propicias para expresar su peligrosidad, la
hostilidad y las agresiones han tomado el lugar de lo que ayer se toleraba. Los
agravios y los insultos dominan el decir público, donde abundan las opiniones,
las anécdotas, los adjetivos, pero escasean las ideas. Se descalifica a las
personas por lo que dicen, nunca se rebaten ideas, se confunde lo vulgar con lo
popular, el rating televisivo con la legitimidad democrática. Pero sobre todo,
se desempolvó una derrotada concepción política de poder autoritario que cree
que a las sociedades se las maneja desde arriba, disputa la calle en claro
desprecio de la participación ciudadana que debe ser autónoma y se pone en
marcha por su propia voluntad. No las movilizaciones que se imponen y
desconocen las instituciones que, como el Congreso, legitiman la diversidad de
voces y miradas de una sociedad plural. El lugar donde se aprende el arte de la
argumentación, la mejor escuela de la democracia.
Tal vez porque estrené juventud y participación
universitaria en un clima de guerra revolucionaria, me hice atenta a los
peligros del adoctrinamiento, sin lugar para la duda y los cuestionamientos,
porque como bien observó la periodista y filósofa alemana Carolin Emcke, en el
odio no hay dilemas. Si no, ¿cómo se puede matar, humillar, despreciar y
aniquilar a otros? "Si se duda del odio, no es posible odiar; si dudaran
no estarían tan furiosos", se lee en un libro necesario, Contra el odio,
en el que desmenuza la violencia, fácilmente reconocible entre nosotros. El
enojo, la furia con la que se defienden ciertas posturas políticas, al cancelar
el derecho del otro, revelan el desprecio a la democracia, el sistema de la
palabra. A juzgar por los insultos, el griterío, las descalificaciones
personales, pero también por los silencios de una parte importante de la
dirigencia política, intelectuales y académicos que no condenan la violencia,
estamos parados en las márgenes de la bestialidad. En nuestro país hoy se odia
y se desprecia sin disimulo. Expresarse libremente en la Argentina, un derecho
constitucional, se ha convertido en un riesgo emocional. No porque exista la
censura o se nos prohíba hablar de determinados temas. Los gritos de una
minoría que odia descaradamente asustan, extorsionan a los que mayoritariamente
tan solo balbucean cívicamente.
¿Qué hacer? ¿Cómo se combate la violencia? Con las leyes y
la autoridad del Estado para hacerlas cumplir. No hay mucho que inventar. Ya en
la Antigua Grecia se condenaba al ostracismo a los que violaban la ley o
instigaban a la violencia. La libertad de expresión, sagrado corazón de la democracia,
no puede incitar al odio y a la violencia, tal cual establece el Pacto de San
José de Costa Rica. No terminamos de aprender que los derechos humanos nacieron
de las cenizas del nazismo y la guerra para poner a salvo al ciudadano de la
prepotencia del Estado. Pero los derechos humanos no deben ser ni una idolatría
ni un instrumento político. Aun cuando el activismo de los derechos humanos se
enrole mayoritariamente en los sectores de la izquierda, no son los dueños de
la igualdad, en cuyo nombre se convierten en gendarmes de la opinión ajena. Los
derechos humanos no dependen de la ideología, sino de una educación que encarne
como aspiración la igualdad sin caer en la tentación de maniatar la libertad.
Los problemas no se resuelven con solo enunciarlos. La paz no se decreta, se
vive, se conquista y como acción depende de la voluntad de querer vivir juntos
sin matarnos.
La palabra "paz" en la Argentina está fuera del
decir público y los que la invocamos aparecemos como ingenuos o principistas.
La paz no es decadencia de las fuerzas, es paciencia. Es lo contrario a dejar
que las situaciones se pudran. No tengamos miedo a las actitudes que buscan
comprender, tender las manos, pacificar los corazones para evitar la ira y el
miedo. ¿ Cómo puede ser que a cuarenta años del golpe militar sigamos
confundiendo la reconciliación con impunidad a los represores y se siga
incitando al odio y la violencia en lugar del amor a las nuevas generaciones
que deben aprender a ser libres, autónomas y responsables con su país para
evitar que se inmolen en manos de los irresponsables que reescriben la
historia, desempolvan falsos ritos y hacen política con nuestros muertos?
El perdón es íntimo, personal. No se debate públicamente,
mientras que la reconciliación es colectiva. El perdón no es con los
represores, sino con nosotros mismos para limpiar nuestras mentiras y nuestros
silencios. Vivir en paz exige consenso. No uniformidad. Paz significa acuerdo.
Necesitamos de un gran pacto democrático, no corporativo ni partidario, sino de
toda la sociedad para restituir lo que fue violado, la convivencia pacífica. Es
necesario que hablemos, dialoguemos, argumentemos, persuadamos ahora que
estamos a tiempo porque en el campo de batalla, también mueren las palabras.
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