Por Jorge Fernández Díaz |
Un amigo progresista de Palermo Soho acaba de descubrir con
horror que los pobres son de derecha. Su entrañable empleada doméstica, que
vive y pernocta en Moreno, le informó con alegría que ella y su marido se
habían comprado tres rottweilers. Y que su proyecto para los delincuentes
consistía en devorárselos. El marido viaja cada día en tren, y cuenta que
habitualmente acontecen abordo robos de celulares, y también que con cierta
regularidad atrapan al peligroso descuidista entre tres y lo arrojan del vagón
en movimiento.
La rutina provoca que ya nadie se altere demasiado: pocos ven
dónde y cómo cayó el susodicho, y si lo hacen es más por morbo que por otra
cosa. El progresismo concibe el mundo de la pobreza como un colectivo orgánico
de compactos principios progresistas y puros, y por lo tanto le encanta ejercer
su vocería. Ese oficio sin costos otorga el manto sagrado del
"pueblo" y el delicioso elixir de la autoridad moral. El problema
radica en que el universo de los más humildes está compuesto por muchos
segmentos y escalas, con visiones, culturas e intereses antagónicos, y que
algunos de sus valores no encajan bien en el ideario. Donde mayor tensión
existe entre la izquierda urbana y el universo de los postergados es en el tema
de la inseguridad. A veces las "almas bellas" romantizan la figura
del delincuente, a quien prefiguran como un simple "rebelde al código
penal", y victimizan al violento, porque es "hijo de una sociedad
injusta". Tienden, en consecuencia, al armisticio y a la amnistía moral,
al ultragarantismo y al abandono del mínimo sentido común. El laburante más
modesto piensa, en cambio, que ser pobre no te habilita para ser ladrón ni
asesino, y que el Estado debería ser impiadoso con los infractores. Existe en
las zonas más desfavorecidas una especial saña con la delincuencia, puesto que
allí suelen encontrarse las presas más desprotegidas y frecuentes: los lúmpenes
ejercen todos los días en esos barrios un cruel fascismo a punta de pistola. Y
el Estado brilla por su ausencia, enredado en sus teorías, en su ineficiencia y
a veces en su connivencia mafiosa. Los sondeos muestran que es justamente en
esos escalones sociales donde se pide más mano dura; bajo emoción violenta,
muchos reclaman incluso la pena de muerte. Esta divergencia fundamental conflictúa
también a los curas de base, que procuran insuflarles misericordia a las
víctimas dolientes y consolación en la cárcel a sus victimarios, y que culpan
al mercado por toda esta balacera cruzada. También ellos, aunque con mayor
legitimidad, se proponen como voceros de la pobreza, a la que adjudican una
sabiduría innata. Pero a su vez intentan de manera paternalista alejarla de los
"vicios" de la clase media y del consumo, y en esa misma línea,
también del clamor "vengativo". La idea es subversiva entonces para
todos estos voceros filantrópicos: los que menos tienen no siempre tienen la
razón. El error -como la bondad, la vileza o el acierto- no es exclusivo de
ninguna clase social.
Néstor Kirchner pescó al vuelo la crisis y la oportunidad, y
es por eso que al principio se abrazó a los criterios de Blumberg, y mandó
legislar en sintonía: el archivo es pródigo y escandaloso en frases severas de
ocasión; algunos kirchneristas parecían súbitamente encarnados por el espíritu
de Ruckauf. En fin: que un principio no te arruine una buena encuesta. La
demagogia punitiva, como la denomina Gil Lavedra, es una tentación fácil y
riesgosa: responde a un requerimiento dramático por parte de los
"descamisados", y para decirlo en la jerga del rating televisivo,
garpa que da calambre. Macri, al igual que Kirchner y Massa, está bebiendo de
esa fuente envenenada que trae votos y mejora la imagen de gestión, y lo está
haciendo sin haber pasado por una reflexión profunda ni por un proceso metódico
y consistente. Se hizo cargo de la genuina demanda popular, mientras el
peronismo callaba por afinidad o por conveniencia, y cometió dos equivocaciones
graves. Decretó, sin pruebas, que Rafael Nahuel había muerto en medio de un
tiroteo y que Luis Chocobar había actuado bien: en ambos casos se mató por la
espalda, y el Gobierno se apresuró a defender a las fuerzas de seguridad sin la
prudencia imprescindible. Es loable intentar fortalecer todas las
instituciones, y que un país serio cambie su doctrina y le dé un espaldarazo a
una policía seria y profesional. Pero aquí esas fuerzas no se han terminado de
depurar, ni de capacitar, y aunque ya fueran el FBI, la Sureté o Scotland Yard,
una administración política siempre debe reservarse la duda y llamar a Asuntos
Internos. Poco importa si al final los peritajes o los tribunales superiores
declaran inocentes a quienes apretaron los gatillos: el daño es simbólico y ya
está hecho. El populismo policial sigue siendo populismo. Y lo contrario de una
estupidez puede ser otra. Este asunto no se arregla con gestos de marketing o
impulsos de momento, sino con políticas de fondo, que involucran mucho más que
a un partido o a un gobierno. Dicho todo esto: en la Argentina no se ha
desatado una cadena de ejecuciones sumarias, ni se están propiciando escuadrones
de la muerte, como algunas sectas agitan con mala fe y algunos perejiles
compran con la piel de gallina.
Eso sí, Cambiemos no se había preparado ni para combatir la
mafia ni para estructurar un programa integral contra el delito. Está
improvisando. Y su amateurismo quedó patente el viernes, cuando su líder
criticó como simple "ciudadano" el fallo de la Cámara del Crimen y
cuando sugirió que sus integrantes actuaban en coincidencia espiritual con
Eugenio Zaffaroni. Ni el Presidente de la Nación es un mero ciudadano, ni esos
penalistas tienen influencias zaffaronianas. La oposición, por supuesto, no
está mejor parada en este resbaladizo terreno; algunos de sus más conspicuos
dirigentes fracasaron estrepitosamente con sus planes, consolidaron el abolicionismo
delirante, liberaron las manos a las policías para que hicieran negocios
oscuros y se las ataron para que no cumplieran con su deber, y en todo ese
trayecto permitieron que el narcotráfico se afincara en la Argentina.
Evaluando el drama vernáculo con cierta perspectiva
histórica, resulta que no casualmente las dos grandes derrotas de nuestra
democracia terminaron siendo la inflación y la inseguridad. Fenómenos
corrosivos y resistentes que la política no consiguió nunca resolver. La
progresía y el populismo cultural, aunque no pueden presentarse como los únicos
culpables, de ningún modo son ajenos a esta triste vigencia, a esta debacle
crónica. Más bien actuaron como influencias decisivas en la opinión pública y
en el inconsciente colectivo: ser un cruzado de esas causas estuvo mal visto,
fue políticamente incorrecto. Para esas usinas ideológicas, un poco de
inflación no venía mal y su drástica batalla de largo aliento tenía
connotaciones "neoliberales" o "monetaristas". Y la inseguridad
siempre les ha parecido una "preocupación de la derecha", hija de su
tradicional obsesión por el orden. Paradójicamente, esas dos enfermedades
afectan en esencia a las diversas clases bajas: la inflación les carcome el
salario, los asaltantes derraman su sangre. Los voceros de la pobreza no saben
cómo lidiar con esta contradicción crucial, y entonces intentan soslayarla.
Desoír el clamor popular es tan irresponsable como colocar a Durán Barba al
frente de la policía, o resignarnos a que los más humildes deban recurrir a una
jauría de rottweilers para vivir en paz.
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