Por Arturo Pérez-Reverte |
Se me acaba de caer otro mito, oigan. Uno más. El
asunto, esta vez, es que en mi acrisolada ingenuidad tenía la convicción de que
infiltrar policías en bandas de atracadores, traficantes, terroristas y gente
así, era un asunto que se llevaba en el más absoluto secreto. Estrictamente
confidencial, vamos. Lo pensaba no por haberlo visto en el cine, que también,
sino por experiencia propia.
En mis tiempos de reportero tuve ocasión de
conocer a varios de esos serpicos. Recuerdo a uno que estuvo dentro de una peligrosa
banda de atracadores, jugándose el pescuezo, hasta que los trincaron a todos en
un atraco en el que él conducía el coche. Y de otro que, en un final muy a la
española, estuvo dentro de un comando de ETA hasta que lo llamó su jefe a las
cuatro de la mañana para decirle: «Pírate de ahí ciscando leches, porque mañana
sale tu nombre y tu foto en un reportaje de Interviú».
Creía, como digo, que eso de infiltrar maderos o
picoletos entre los malos era una cosa delicada, que por razones obvias se
llevaba a cabo con discreción extrema. Siempre supuse que un comisario, tras
observar el comportamiento y condiciones humanas de uno de sus elementos o
elementas –también conocí a una infiltrada que trabajó en Melilla y tenía más
ovarios que el caballo de Espartero–, le echaba el ojo y lo preparaba para el
asunto, o éste se presentaba voluntario porque le iba la adrenalina, la marcha
o la pasta a cobrar. En cualquier caso, que todo se llevaba a cabo con la
clandestina opacidad necesaria. Sin embargo, me equivocaba. Errado andaba.
Porque esto es España, oigan. La del telediario. El paraíso de los ministros de
Interior bocazas y de los tontos del ciruelo.
¿Adivinan ustedes cómo se recluta en España a
policías para infiltrarlos entre delincuentes y terroristas? Pues sí, lo han
adivinado: mediante convocatorias públicas que además salen en los
periódicos. «Interior selecciona a 40 policías para infiltrarlos en
grupos criminales», titulaba sin complejos un diario hace un par de
semanas. A continuación exponía los criterios de selección –idiomas, pruebas
psicotécnicas y psicológicas– y luego, eso es lo más bonito, detallaba en qué
iba a consistir la tarea de quienes superasen tales pruebas: identidades
falsas, negocios y empresas pantalla, vehículos con matrículas chungas y cosas
así. Y para rematar, señalaba objetivos concretos: tráfico de órganos, trata de
seres humanos, secuestro, prostitución, narcotráfico, pederastia en Internet,
terrorismo y otros palos. Todo un programa de infiltración, como ven. Bien
desmenuzado, a fin de que no haya dudas. Un alarde admirable de transparencia
informativa, para que luego no vayan diciendo que en España no lo sometemos
todo a la luz y el escrutinio públicos. Aunque si uno rasca, siempre encuentra
algún resabio fascista por ahí; como cuando, para completar tan necesaria
información, uno de los diarios que publicaron la noticia preguntó a la Policía
cuántos agentes encubiertos hay en activo –los ciudadanos y ciudadanas
españoles y españolas tienen derecho y derecha a saber–, pero el portavoz
policial, en un censurable acto de oscurantismo predemocrático franquista, se
negó a dar esa información. Por lo menos, ahora sabemos que habrá
cuarenta más de los que hay. Algo es algo.
Dicho lo cual, no sé a qué esperan los políticos. A
qué aguardan los cancerberos de nuestra integridad moral para entablar un
debate parlamentario sobre el asunto. Para preguntar cómo y por qué, en
flagrantes usos policiales del pasado, se infiltra pasma encubierta en grupos
malevos; para pedir una lista de sus nombres y apellidos y comprobar si cumple
el concepto de igualdad, con tantos infiltrados como infiltradas; para
establecer hasta qué punto eso no atenta contra los derechos de los que, aunque
nos pese, también deben gozar los delincuentes, a los que –buscando siempre su
reinserción y nunca la venganza social, que es mala, Pascuala– debemos combatir
cara a cara y a la luz del día, con limpias prácticas democráticas y no con
tenebrosos subterfugios y engaños propios de otras épocas. No sé a qué esperan,
insisto, para tener allí largando al ministro Zoido, que con ese verbo ágil que
tanto bien hace siempre a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado a los
que dirige y representa, nos tranquilice al respecto, el artista. Porque
infiltrados, sí, vale. De acuerdo. Pero con convocatoria oficial, luz y
taquígrafos, y dentro de un orden.
Creo haberlo escrito ya alguna vez; pero, con su
permiso, vuelvo a escribirlo ahora: en España llevamos mucho tiempo siendo
gilipollas por encima de nuestras posibilidades.
© XLSemanal
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