Por Carlos Gabetta (*) |
Los títulos de la semana alertan sobre nuevos casos de
corrupción sindical; las investigaciones sobre Hugo Moyano y la manifestación
que este convoca para el 22 de febrero. El enfrentamiento Gobierno-sindicatos
se complica para el primero, a causa del escándalo que envuelve al ministro de
Trabajo, Jorge Triaca, hijo de un alto dirigente sindical peronista, famoso por
su “ortodoxia” política, riquezas y pertenencia al exclusivo Jockey Club.
Una vieja historia. Pero desde 1955, ningún gobierno
democrático se había enfrentado a un peronismo tan dividido en lo político y
también en lo sindical, su “brazo armado”. La calificación no es excesiva,
considerando la historia de violencia del hegemónico sindicalismo peronista y
su apoyo a las dictaduras militares que derrocaban a sus rivales. Augusto
Vandor, José Alonso y Juan José Taccone asistieron al acto de asunción de
Onganía. Alonso dijo entonces: “Nos congratulamos de haber asistido a la caída
del último gobierno liberal burgués, porque jamás podrá volver a implantarse
nada así” (https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3A9_Alonso_(sindicalista)
Los radicales hicieron lo mismo, contra su propia prédica
liberal, al apoyar todos los golpes militares contra el peronismo. Con
excepción de dos líderes realmente democráticos: Arturo Illia y Raúl Alfonsín.
Los dos intentaron ir a fondo ante el “problema” sindical o, mejor dicho, ante
los sindicalistas y sus poderes, que exceden largamente el gremial.
Illia, “... sin quórum propio, sin apoyo alguno de las
Fuerzas Armadas, sin acuerdos con el peronismo ni la corporación empresaria (…)
se propuso romper el monopolio de las burocracias gremiales –que había
concedido Frondizi– con una nueva Ley de Asociaciones Profesionales que
permitía la ampliación obrera en los sindicatos y limitaba el manejo de los
fondos económicos. El Decreto 969 disponía que las cuotas de los afiliados no
migraran hacia la tesorería de las sedes sindicales nacionales, sino a las
seccionales locales” (M. Larraquy, Argentina, un siglo de violencia política:
1890/1990. Sudamericana, Buenos Aires, 2017). Todo terminó en el golpe de
Onganía, apoyado por el peronismo. Alfonsín, por su parte, a pocos días de
asumir, envió al Congreso el proyecto de ley de reordenamiento sindical (LRS),
una norma cuyos puntos salientes eran la representación de las minorías en la
conducción de los gremios; fiscalización e interventores del Estado para
garantizar la transparencia de las elecciones; candidaturas sin requisitos; limitación
de mandatos y control de los fondos sindicales. Diputados la aprobó y en el
Senado fue rechazada por un voto: el del peronista Elías Sapag.
A partir de allí, el gobierno de Alfonsín debió soportar 11
paros nacionales, hasta la hiperinflación y la apresurada entrega del gobierno
a Carlos Menem (https://www.infobae.com/2013/03/29/703346-la-batalla-perdida-alfonsin-contra-los-gremios/).
Pero el sindicalismo peronista también supo defender a “las
bases” y, por supuesto, sus privilegios, frente a gobiernos peronistas. Una
cosa es la ideología y otra, los intereses concretos. Por corruptos que
resulten, los dirigentes sindicales saben que sin “las bases” no son nada, de
modo que cuando toca, también van al frente por buenas razones (http://www.perfil.com/politica/los-paros-nacionales-que-sacudieron-a-los-gobiernos-peronistas-0609-0050.phtml).
De ayer y hoy. Y en ese punto torna a estar hoy el principal
problema del Gobierno. Hasta ahora, el presidente Macri y su equipo se han
manejado bastante bien con el peronismo político, aprovechando sus divisiones y
disputas. Pero con el sindicalismo es otra cosa. Desde el punto de vista
económico, el Gobierno tiene que hacer reformas profundas, que vista la
herencia recibida, cualquier gobierno, de cualquier ideología, debería encarar.
La primera, entre varias “primeras”, resolver el monstruoso peso y la pavorosa
ineficiencia y corrupción del Estado; los ñoquis y su costo económico y
operativo.
Hay muchas maneras de resolver el problema. Con un
sindicalismo decente, en Suecia o en Uruguay, pongamos, eso se negocia; mejor o
peor. Pero en Argentina “eso” afecta los intereses de la dirigencia sindical y,
por supuesto, política. Los ñoquis también pagan la cuota sindical y
constituyen un grupo de presión política para negociar, con quien sea y en
cualquier circunstancia. En la mayoría de las provincias, los empleados del
Estado, ñoquis o no, constituyen, además de una reserva electoral, un poderoso
grupo de presión. Y este es uno de los puntos en que siempre han acabado coincidiendo
sindicalistas y políticos peronistas.
El Gobierno ha dispuesto que renuncien a sus puestos en el
Estado “los parientes” de altos dirigentes. Pero los/las amantes, los amigos y
correligionarios que infectan el Estado no son parientes… Por lo tanto, la
medida es, además de una chapuza, un parche mediático. Y arreglar las cosas en
ese campo esencial pasa por una solución del tipo de las intentadas por Illia y
Alfonsín. Nunca las condiciones fueron mejores: no hay golpe de Estado a la
vista; la opinión pública es favorable y lo sería más aún si fuese mejor
informada. Por ejemplo, de los resultados de auditorías que demostrarían
claramente la necesidad de reformar, adecentar y eficientizar el Estado, para
lo cual una nueva Ley de Asociaciones Profesionales, que incluya a las
corporaciones y establezca reglas claras de derechos políticos, gremiales y
manejo de fondos, propias de una República que merezca su nombre, es un
requisito.
El actual gobierno tiene muy en cuenta que, tanto en 1966
como a partir de 1983, el sindicalismo peronista acabó reunificándose y
apoyando el golpe de Estado en el primer caso; reunificándose y
desestabilizando al gobierno en el segundo.
Pero el funcionamiento corporativo argentino sigue siendo un
problema central para cualquier solución de fondo y, una vez más, las condiciones
para intentarla nunca fueron mejores. En los dos últimos procesos electorales la
opinión pública votó “contra” el peronismo, mucho más que “por” Cambiemos, una
alianza sin mayores antecedentes –salvo el desvaído y secundario radicalismo– y
un líder ídem, además de miembro de la high class.
Ese es el estado de opinión ciudadana que debe aprovecharse.
Empezando por dar el ejemplo: la destitución inmediata del ministro Triaca.
Otra cosa son las propuestas económicas liberales del
Gobierno, que vienen fracasando en todo el mundo. Pero si encara el problema
corporativo, al menos habrá cumplido con el liberalismo político bien
entendido.
(*) Periodista y escritor
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