Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay que ver lo que son las lecturas y la vida.
Quizá parezca raro que un volcán haga pensar en conquistadores españoles, la
sala desierta de un museo, un buen desayuno, Pancho Villa y Zapata, la guerra,
un pintor extraordinario y una de las mujeres más hermosas que has visto en
fotografía. Y, sin embargo, eso ocurre en sólo unos instantes, a unos cinco mil
metros de altura, o quizá son menos, cuando el avión de Iberia en el que viajo
se encuentra a una hora de la ciudad de México. Son las seis de la tarde, hora
local.
Estoy leyendo –con mucho disfrute, pues no había vuelto a él en cuarenta
años– el extraordinario Claros varones de Castilla, de Fernando del
Pulgar. De pronto levanto la vista, miro por la ventanilla, y en la distancia,
sobre el fondo de un cielo entre ámbar y rojo por el cercano crepúsculo, veo
una alta, recta y gruesa columna de humo que asciende sobre el Popocatépetl.
Sonrío. Ésa es mi primera reacción. Sonrío de
placer y de felicidad; no tanto por la belleza del espectáculo, que también,
sino por cuanto esa escena me recuerda. Dejo el libro, apoyo la cabeza en el
respaldo, y mirando el volcán lejano evoco libros leídos, lugares visitados,
descubrimientos fascinantes. Pienso, lo primero, en Diego de Ordás, el soldado
español que en 1519 subió al volcán en busca de azufre para su pólvora. Y
también en Sanborn’s, el elegante local de azulejos de la capital mexicana,
donde, el día que las tropas revolucionarias entraron en la ciudad, unos rudos
zapatistas se hicieron una fotografía desayunando. Esa foto mítica me llevó
hasta allí un día del año 96 o 97; y al terminar mi desayuno, como el Museo
Nacional estaba cerca, decidí echarle un vistazo. Era temprano, y caminé por
las salas desiertas hasta que un cuadro me quitó el aliento, dejándome petrificado
como si una bomba hubiera estallado ante mi cara. Se titulaba Erupción
del Paricutín: un lienzo espectacular, hecho de negros, rojos y grises, con
violentos trazos que recordaban el fuego, la ceniza, las leyes implacables de
la naturaleza que desgarran la tierra y sepultan a los hombres. Y así descubrí
al Doctor Atl.
Se llamaba Gerardo Murillo, supe en cuanto pude
informarme. Doctor Atl era su nombre artístico. Vulcanólogo, intelectual,
aventurero, pintor extraordinario, no sólo pintó volcanes, sino también
paisajes y retratos. Y a medida que me adentraba en el personaje, ávido de su
obra y su vida, encontré un retrato de mujer cuyos ojos verdes me
estremecieron. Eso me hizo buscar un libro con esa biografía, donde encontré
fotos de una extrema sensualidad; de una belleza extraordinaria. Conocí así el
rostro y la vida de Nahui Olin, que fue amante del Doctor Atl, influyó en sus
sentimientos e inspiró parte de su obra hasta que ella lo abandonó, huyendo con
un marino mercante llamado Eugenio Agacino. Del que, por una de esas carambolas
de la vida, yo tenía en la biblioteca un viejo tratado de náutica escrito por
él. Y es que, tarde o temprano, si una vida tiene tiempo, todos sus cabos
sueltos se anudan.
El caso es que los ojos inquietantes de Nahui Olin
y los volcanes del Doctor Atl me obsesionaron durante años. Vísceras de
mineral, fuego y piedra, paisajes atormentados, respuestas a preguntas que me
había hecho en otros lugares de catástrofe con los que, descubrí admirado,
tenían parentesco directo. Y, como ocurre a quienes escribimos novelas, todo
eso se combinó en mi cabeza con libros leídos, recuerdos propios e imaginación,
cuajando despacio en El pintor de batallas, que acabaría
escribiendo años más tarde. Un relato –la historia del fotógrafo de guerra que
intenta plasmar en un cuadro la foto que nunca logró hacer– en el que ni Atl ni
Olin están demasiado explícitos, pero en el que a menudo se proyectan sus
sombras: «Ahora comprendo. Es cuestión de amoralidad geológica. Se
trata de fotografiar la útil certeza de nuestra fragilidad. Estar al acecho de
la ruleta cósmica el día exacto que, de nuevo, no funcione el ratón del
ordenador».
Así, pensando en eso a bordo del avión que
desciende en el crepúsculo hacia la ciudad de México, observo la columna de
humo en la distancia –ahora el comandante llama a los pasajeros la atención
sobre ella, y docenas de teléfonos móviles apuntan a las ventanillas– hasta que
la pierdo de vista. Pero ese Pococatépetl en erupción no es sólo una imagen
hermosa, concluyo. Es algo más y algo propio. Incluye mi existencia y las de
quienes me rodean, aunque a menudo lo ignoremos. Y regreso a Claros
varones de Castilla con la certeza, una vez más, de que nada tiene
sentido sin las vidas y los libros que lo explican.
© XLSemanal
Se equivoca Pérez Reverte por no haberse tomado la molestia de investigar un poco más. El autor de varios tratados de nautica fue Eugenio Agacino Martínez (fallecido en 1924), padre de Eugenio Agacino Armas. Fue este último quien tuvo un romance con Nahui Olin a comienzos de los años 30 del pasado siglo. Falleció el 25 de diciembre de 1933 en alta mar.
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