Por Arturo Pérez-Reverte |
Aeropuerto de Barajas, media mañana. Me dirijo al
control de pasajeros caminando ante los mostradores de Iberia, cuando un
individuo me sale al paso. Tiene al lado una maletita con ruedas y viste
correcto. Únicos puntos en contra, ojeras excesivas y manos de uñas
descuidadas. Por lo demás, bien. Me aborda en un inglés elemental y después
pregunta si hablo italiano. Me defiendo, respondo, y en esa lengua me cuenta
que tiene a su mujer –que está embarazada– en el chequeo de equipajes, que
tienen exceso de peso, y que casualmente su tarjeta de crédito no funciona. Que
tiene que abordar su vuelo y que si puedo ayudarlos.
No le doy un beso porque estoy mayor para esas
cosas, y además podría ser malinterpretado. De pronto, su torpe intento me
suscita recuerdos estupendos, de películas, compadres y peripecias del pasado.
No se han extinguido, me digo con malévolo agrado. A pesar de que todo cambia,
ellos siguen ahí, de toda la vida, adaptándose a los nuevos tiempos y
situaciones. Como aquellos formidables Tony Leblanc y Antonio Ozores en Los
tramposos, obra maestra de la picaresca nacional; o Pepe
Isbert en Los ladrones somos gente honrada; o Arturo Fernández
y Paco Rabal en Truhanes; o el inmortal estafador encarnado
por Vittorio de Sica –esa escena en la que se hace amo de la comisaría–
en Peccato che sia una canaglia, con Sophia Loren y Mastroianni,
que aquí se tituló La ladrona, su padre y el taxista: película
que si no han visto ustedes todavía, no sé a qué diablos están esperando.
Pero en mi caso, además, llueve sobre mojado.
Porque no se trata sólo de cine. Este fulano del aeropuerto, de estilo más bien
cutre, me trae a la memoria a varios viejos, queridos y ya fallecidos amigos,
como los que en aquellos años fascinantes de La ley de la calle se
asomaban al programa legendario –periodistas, putas, yonquis, choros, policías–
que hicimos en RNE hasta que un mal sujeto llamado Diego Carcedo se lo cargó
por turbias razones personales. Como mi querido Ángel Ejarque, el rey del trile
y el morro urbano –sus reglas eran nunca gente mayor, nunca viudas–, artista
del rollo callejero que mejor encarnó a la selecta aristocracia del barrio, que
dejó de fumar el año pasado y de quien ya he escrito en esta página. O del fino
y mítico Pepe Muelas, el hombre que vendió el tranvía 1001 e inventó los timos
geniales del telémetro, el abrigo de visón y el Stradivarius, y a quien la
última vez que detuvieron estaba numerando con tiza las piezas de la Cibeles, a
las cuatro de la madrugada, para vendérsela a un millonetis gringo.
Me acuerdo de todo eso, como digo, y no puedo
evitar una oleada de súbita ternura ante el italiano chapucero que, creyéndome
un pringado sin conocimientos del arte de tangar incautos, sigue soltándome su
rollo con cara de estar asfixiado. Y al fin, en homenaje no a él, que es más
bien torpe, sino a los viejos colegas con los que ya no puedo tomarme una caña
en un bar de Atocha, le digo que sí, que vale, que lo ayudo. Que me lleve hasta
su mujer, y a ella le daré el dinero que necesita para facturar ese equipaje. Y
entonces el fulano, en vez de sonreír estoico y decir, vale, me has pillado, o
salir por peteneras, o echarle morro y llevarme por la cara hacia donde está su
mujer –que a lo mejor está allí de verdad, tangando a incautas– tiene un mal
detalle, algo que le pillo en la jeta, en la forma de torcer la boca y de
mirarme con una súbita y atravesada mala baba. Y de pronto se me esfuma la
simpatía, le digo «Mi dispiace» y sigo mi camino.
Nada que ver, me digo alejándome de él. Un torpe
aficionado de medio pelo, anclado en maneras viejas, sin cintura, sin temple,
sin capacidad de reacción ante una clientela que ya no es la crédula inocente
de otros tiempos. Qué diferencia, pienso, con aquel chico joven con chaqueta,
corbata y maletín de ejecutivo –los zapatos sucios y malos eran su único fallo–
que me abordó hace unos meses en la calle Capitán Haya de Madrid, diciéndome
que le habían robado la billetera y el móvil y que si podía prestarle dos o
tres euros para el autobús. Con una cara de buena persona que casi te convencía,
con una educación extrema, me asestó un rollo macabeo impecable, tan bien
hilado que al acabar saqué un billete de cinco mortadelos y le dije: «Toma, por
lo bien que te lo has currado. Pero la próxima vez, ponte unos zapatos buenos».
Y el fulano, con mucho aplomo y mucha casta, se miró los calcos, se echó a reír
y se guardó con mucha sangre fría los cinco euros. Mirándome a la cara como un
señor.
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