domingo, 4 de febrero de 2018

El Estado con el que sueña Macri

Por James Neilson
Cuando el ministro de Trabajo Jorge Triaca echó a una empleada doméstica que tenía en negro, detalle que no le impidió desempeñar un papel es de suponer pasivo en la intervención del gremio del “Caballo” Suárez, por llegar tarde un día y, para colmo, se dio el gusto de cubrirla de insultos soeces que no tardaron en difundirse por las redes, no habrá imaginado que al comportarse así ponía en marcha una purga que afectaría a centenares de personas y que, de profundizarse, modificaría radicalmente muchas reparticiones estatales a lo ancho y lo largo del país.

Puede que exageren los que atribuyen la decisión de Mauricio Macri de declarar la guerra al nepotismo a nada más que el deseo de minimizar el impacto del episodio vergonzoso que fue protagonizado por un colaborador que cree tan valioso que, para mantenerlo en el gabinete, se mostraría dispuesto a sacrificar a vaya a saber cuántos funcionarios y congelar los haberes de muchos otros, pero es ésta la impresión que ha dejado lo que acaba de suceder.

No se trata de un capricho. El Gobierno optó por aprovechar el mal paso de Triaca con la esperanza de que haga menos amarga una píldora que pronto tendrán que tragar muchos estatales que nunca han disfrutado de la protección de un político amigo o un clan familiar influyente.

Aunque no cabe duda de que la voluntad de Macri de seguir contando con los servicios de un ministro que entiende muy bien cómo funciona la mente sindical lo convenció de que le convendría dar cuanto antes un golpe de timón, ya estaba pensando en la necesidad de adelgazar el penosamente obeso y nada eficaz Estado nacional. En su opinión, y la de muchos otros, generaciones de políticos lo han desvirtuado al usarlo para premiar no sólo a militantes presuntamente leales sino también a sus familiares, sin preocuparse en absoluto por las consecuencias de hacer de la administración pública una vaca lechera.

Mientras que en los países desarrollados los gobernantes suelen dar por descontado que “el servicio civil”, como algunos lo llaman, debería cumplir funciones imprescindibles para cualquier sociedad organizada sin vincularse con ningún partido político determinado, aquí demasiados han tratado al Estado como un botín de guerra apetecible, aprovechándolo para financiar sus propias actividades, dar salidas laborales a sus simpatizantes y congraciarse con plutócratas que podrían resultarles útiles.

Es lo que hicieron, de manera flagrante, los kirchneristas, pero distan de ser los únicos que han actuado así. De un modo u otro, casi todas las facciones políticas del país han tomado el Estado por una fuente de beneficios. De vez en cuando, a algunos mandatarios se les ocurrió que sería una buena idea jerarquizar la función pública para que sea comparable con la francesa o japonesa, pero nunca prosperaron los esporádicos esfuerzos por crear una especie de “mandarinato” apolítico parecido a los existentes en otros países. Antes bien, han servido para agregar más “capas geológicas” a una aglomeración cada vez más sobredimensionada, como la Biblioteca del Congreso de la Nación con sus más de 1.700 empleados. Se trata de un récord mundial que sería motivo de orgullo si reflejaba el amor desmedido por los libros de los legisladores pero, por desgracia, sólo se debe al deseo de inventar sinecuras costeadas por los contribuyentes para su gente.

Como es natural, los sindicalistas del sector público siempre han protestado contra el elitismo propuesto por los resueltos a tomar en cuenta la capacidad de los distintos empleados, favoreciendo a los juzgados mejores y a lo sumo tolerando a los demás con tal de que hagan su trabajo. Tal actitud, que está compartida por los compañeros de los crónicamente combativos gremios de los docentes estatales, puede entenderse; desde su punto de vista, la “meritocracia” reivindicada sin tapujos por Macri y la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, plantea una amenaza a los intereses del grueso de los afiliados que no poseen las dotes excepcionales que les permitirían destacarse. Por depender los sindicalistas del apoyo de la mayoría, es natural que se opongan a esquemas que podrían perjudicarla aunque sólo fuera en términos relativos. Tienen forzosamente que afirmarse igualitarios.

La embestida de Macri contra el nepotismo se inspira en la misma lógica meritocrática por ser cuestión de una forma de seleccionar entre los aspirantes a conseguir un puesto en la administración pública que es incompatible con la idoneidad. Con todo, por ser la costumbre de funcionarios gubernamentales, jueces y otros de rodearse de familiares típica de sociedades como la argentina en que pocos confían en las instituciones formales, eliminarla no será del todo fácil.

Si bien aquí el nepotismo es menos sistemático de lo que es en ciertos países africanos extraordinariamente corruptos en que todo hombre poderoso se siente obligado a ayudar a los integrantes de la familia muy numerosa de la cual es el jefe, en las décadas últimas se ha hecho más evidente al multiplicarse las dinastías no sólo en el mundillo político sino también en el sindical, el judicial y el de la farándula.

Aunque las medidas que ha anunciado Macri para quienes desempeñan funciones significantes en el gobierno nacional difícilmente podrían ser más drásticas, puede argüirse que son necesarias para que la ciudadanía reaccione frente a un fenómeno discriminatorio que perjudica a quienes carecen de parientes bien ubicados. Si bien sería de suponer que los formados en ciertas familias siempre contarán con ventajas negadas a los demás, deberían serles suficientes como para permitirles abrirse camino en ámbitos en que los lazos de sangre o de afinidad, ya que hay que incluir a los cónyuges, cuñados y así por el estilo, no tienen mucha importancia. Lo ideal sería que todo dependiera exclusivamente del talento personal de cada uno, pero tal utopía no se da en ninguna parte.

Por el contrario, hay señales de que en los países desarrollados variantes del nepotismo están contribuyendo a ampliar las brechas sociales ya existentes. En Estados Unidos, donde según la mitología nacional hasta los hijos de padres indigentes pueden competir en pie de igualdad con los de la progenie de multimillonarios, lo que inmunizaría al país de los vicios sociales europeos, las dinastías familiares han llegado a pesar mucho más que en la Argentina. Hasta que la irrupción de Donald Trump cambió el panorama electoral, se preveía que Jeb Bush, el hermano de George W. Bush e hijo de George H.W. Bush, lucharía por la presidencia contra Hillary, la esposa de Bill Clinton, cuya hija Chelsea también pensaba en emprender una carrera política. Por lo demás, los sociólogos advierten que las elites norteamericanas están haciéndose hereditarias al casarse con mayor frecuencia hombres y mujeres que se forman en las universidades más prestigiosas y que, por vivir en comunidades cerradas, raramente tienen oportunidades para conocer a miembros de clases menos adineradas.

De todos modos, Macri parece entender que el atraso del país se debe a la persistencia de una cultura política y empresarial premoderna y férreamente conservadora que beneficia a una minoría que propende a achicarse en desmedro del resto de la población, razón por la que una tercera parte ya se ha hundido en la pobreza estructural; de producirse más estallidos económicos en los años próximos, muchos otros compartirían su suerte.

Entre los privilegiados por el esquema que se ha conformado estarán aquellos familiares de políticos, sindicalistas y empresarios que se han apoderado del control de lo que aquí hace las veces del Estado. Todos se las han arreglado para acumular una cantidad notable de derechos adquiridos, “conquistas” que son reacios a abandonar aun cuando sea evidente que obstaculicen el desarrollo del país en su conjunto. Así las cosas, la modernización a la que aspira el gobierno de Cambiemos entrañaría la abolición progresiva de privilegios que las elites defenderán por todos los medios disponibles.

En esta batalla, Macri espera contar con el apoyo de los conscientes de que tiende a ampliarse la brecha que los separa de quienes han sobrevivido con facilidad aparente a una serie de crisis económicas devastadoras para mantener un estilo de vida que acaso no llamaría la atención en un país mucho más rico pero que aquí escandaliza a quienes se sienten injustamente marginados. Lo han logrado sobre la base del presupuesto de que, pensándolo bien, la Argentina tiene más recursos de lo que nos informan las estadísticas y que por lo tanto está en condiciones de permitirse algunos lujos.

Brinda un buen ejemplo de esta particularidad que la jubilación de un juez de la Corte Suprema local es casi idéntica a la correspondiente a su homólogo de la norteamericana, a pesar de que el producto per cápita de Estados Unidos sea tres veces mayor. Asimismo, valdría la pena comparar los costos de las distintas legislaturas provinciales –y de sus bibliotecas–, con los de jurisdicciones equiparables en Europa, Estados Unidos, Canadá y Australia. Si bien la política no es barata en ninguna parte del mundo, aquí es insólitamente cara conforme a las pautas imperantes en los países desarrollados.

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