Por James Neilson |
Cuando el ministro de Trabajo Jorge Triaca echó a una
empleada doméstica que tenía en negro, detalle que no le impidió desempeñar un
papel es de suponer pasivo en la intervención del gremio del “Caballo” Suárez,
por llegar tarde un día y, para colmo, se dio el gusto de cubrirla de insultos
soeces que no tardaron en difundirse por las redes, no habrá imaginado que al
comportarse así ponía en marcha una purga que afectaría a centenares de
personas y que, de profundizarse, modificaría radicalmente muchas reparticiones
estatales a lo ancho y lo largo del país.
Puede que exageren los que atribuyen la decisión de Mauricio
Macri de declarar la guerra al nepotismo a nada más que el deseo de minimizar
el impacto del episodio vergonzoso que fue protagonizado por un colaborador que
cree tan valioso que, para mantenerlo en el gabinete, se mostraría dispuesto a
sacrificar a vaya a saber cuántos funcionarios y congelar los haberes de muchos
otros, pero es ésta la impresión que ha dejado lo que acaba de suceder.
No se trata de un capricho. El Gobierno optó por aprovechar
el mal paso de Triaca con la esperanza de que haga menos amarga una píldora que
pronto tendrán que tragar muchos estatales que nunca han disfrutado de la
protección de un político amigo o un clan familiar influyente.
Aunque no cabe duda de que la voluntad de Macri de seguir
contando con los servicios de un ministro que entiende muy bien cómo funciona
la mente sindical lo convenció de que le convendría dar cuanto antes un golpe
de timón, ya estaba pensando en la necesidad de adelgazar el penosamente obeso
y nada eficaz Estado nacional. En su opinión, y la de muchos otros,
generaciones de políticos lo han desvirtuado al usarlo para premiar no sólo a
militantes presuntamente leales sino también a sus familiares, sin preocuparse
en absoluto por las consecuencias de hacer de la administración pública una
vaca lechera.
Mientras que en los países desarrollados los gobernantes
suelen dar por descontado que “el servicio civil”, como algunos lo llaman,
debería cumplir funciones imprescindibles para cualquier sociedad organizada
sin vincularse con ningún partido político determinado, aquí demasiados han
tratado al Estado como un botín de guerra apetecible, aprovechándolo para
financiar sus propias actividades, dar salidas laborales a sus simpatizantes y
congraciarse con plutócratas que podrían resultarles útiles.
Es lo que hicieron, de manera flagrante, los kirchneristas,
pero distan de ser los únicos que han actuado así. De un modo u otro, casi
todas las facciones políticas del país han tomado el Estado por una fuente de
beneficios. De vez en cuando, a algunos mandatarios se les ocurrió que sería
una buena idea jerarquizar la función pública para que sea comparable con la
francesa o japonesa, pero nunca prosperaron los esporádicos esfuerzos por crear
una especie de “mandarinato” apolítico parecido a los existentes en otros
países. Antes bien, han servido para agregar más “capas geológicas” a una
aglomeración cada vez más sobredimensionada, como la Biblioteca del Congreso de
la Nación con sus más de 1.700 empleados. Se trata de un récord mundial que
sería motivo de orgullo si reflejaba el amor desmedido por los libros de los
legisladores pero, por desgracia, sólo se debe al deseo de inventar sinecuras
costeadas por los contribuyentes para su gente.
Como es natural, los sindicalistas del sector público
siempre han protestado contra el elitismo propuesto por los resueltos a tomar
en cuenta la capacidad de los distintos empleados, favoreciendo a los juzgados
mejores y a lo sumo tolerando a los demás con tal de que hagan su trabajo. Tal
actitud, que está compartida por los compañeros de los crónicamente combativos
gremios de los docentes estatales, puede entenderse; desde su punto de vista,
la “meritocracia” reivindicada sin tapujos por Macri y la gobernadora
bonaerense María Eugenia Vidal, plantea una amenaza a los intereses del grueso
de los afiliados que no poseen las dotes excepcionales que les permitirían
destacarse. Por depender los sindicalistas del apoyo de la mayoría, es natural
que se opongan a esquemas que podrían perjudicarla aunque sólo fuera en
términos relativos. Tienen forzosamente que afirmarse igualitarios.
La embestida de Macri contra el nepotismo se inspira en la
misma lógica meritocrática por ser cuestión de una forma de seleccionar entre
los aspirantes a conseguir un puesto en la administración pública que es
incompatible con la idoneidad. Con todo, por ser la costumbre de funcionarios
gubernamentales, jueces y otros de rodearse de familiares típica de sociedades
como la argentina en que pocos confían en las instituciones formales,
eliminarla no será del todo fácil.
Si bien aquí el nepotismo es menos sistemático de lo que es
en ciertos países africanos extraordinariamente corruptos en que todo hombre
poderoso se siente obligado a ayudar a los integrantes de la familia muy
numerosa de la cual es el jefe, en las décadas últimas se ha hecho más evidente
al multiplicarse las dinastías no sólo en el mundillo político sino también en
el sindical, el judicial y el de la farándula.
Aunque las medidas que ha anunciado Macri para quienes
desempeñan funciones significantes en el gobierno nacional difícilmente podrían
ser más drásticas, puede argüirse que son necesarias para que la ciudadanía
reaccione frente a un fenómeno discriminatorio que perjudica a quienes carecen
de parientes bien ubicados. Si bien sería de suponer que los formados en
ciertas familias siempre contarán con ventajas negadas a los demás, deberían
serles suficientes como para permitirles abrirse camino en ámbitos en que los
lazos de sangre o de afinidad, ya que hay que incluir a los cónyuges, cuñados y
así por el estilo, no tienen mucha importancia. Lo ideal sería que todo
dependiera exclusivamente del talento personal de cada uno, pero tal utopía no
se da en ninguna parte.
Por el contrario, hay señales de que en los países
desarrollados variantes del nepotismo están contribuyendo a ampliar las brechas
sociales ya existentes. En Estados Unidos, donde según la mitología nacional
hasta los hijos de padres indigentes pueden competir en pie de igualdad con los
de la progenie de multimillonarios, lo que inmunizaría al país de los vicios
sociales europeos, las dinastías familiares han llegado a pesar mucho más que en
la Argentina. Hasta que la irrupción de Donald Trump cambió el panorama
electoral, se preveía que Jeb Bush, el hermano de George W. Bush e hijo de
George H.W. Bush, lucharía por la presidencia contra Hillary, la esposa de Bill
Clinton, cuya hija Chelsea también pensaba en emprender una carrera política.
Por lo demás, los sociólogos advierten que las elites norteamericanas están
haciéndose hereditarias al casarse con mayor frecuencia hombres y mujeres que
se forman en las universidades más prestigiosas y que, por vivir en comunidades
cerradas, raramente tienen oportunidades para conocer a miembros de clases
menos adineradas.
De todos modos, Macri parece entender que el atraso del país
se debe a la persistencia de una cultura política y empresarial premoderna y
férreamente conservadora que beneficia a una minoría que propende a achicarse
en desmedro del resto de la población, razón por la que una tercera parte ya se
ha hundido en la pobreza estructural; de producirse más estallidos económicos
en los años próximos, muchos otros compartirían su suerte.
Entre los privilegiados por el esquema que se ha conformado
estarán aquellos familiares de políticos, sindicalistas y empresarios que se
han apoderado del control de lo que aquí hace las veces del Estado. Todos se
las han arreglado para acumular una cantidad notable de derechos adquiridos,
“conquistas” que son reacios a abandonar aun cuando sea evidente que
obstaculicen el desarrollo del país en su conjunto. Así las cosas, la
modernización a la que aspira el gobierno de Cambiemos entrañaría la abolición
progresiva de privilegios que las elites defenderán por todos los medios
disponibles.
En esta batalla, Macri espera contar con el apoyo de los
conscientes de que tiende a ampliarse la brecha que los separa de quienes han
sobrevivido con facilidad aparente a una serie de crisis económicas
devastadoras para mantener un estilo de vida que acaso no llamaría la atención
en un país mucho más rico pero que aquí escandaliza a quienes se sienten
injustamente marginados. Lo han logrado sobre la base del presupuesto de que,
pensándolo bien, la Argentina tiene más recursos de lo que nos informan las estadísticas
y que por lo tanto está en condiciones de permitirse algunos lujos.
Brinda un buen ejemplo de esta particularidad que la
jubilación de un juez de la Corte Suprema local es casi idéntica a la
correspondiente a su homólogo de la norteamericana, a pesar de que el producto
per cápita de Estados Unidos sea tres veces mayor. Asimismo, valdría la pena
comparar los costos de las distintas legislaturas provinciales –y de sus
bibliotecas–, con los de jurisdicciones equiparables en Europa, Estados Unidos,
Canadá y Australia. Si bien la política no es barata en ninguna parte del
mundo, aquí es insólitamente cara conforme a las pautas imperantes en los
países desarrollados.
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