Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
///mas de Zamora, un mediodía de invierno de 2004.-
El suboficial Equis de la Policía Bonaerense está asignado a
la custodia de la puerta del Banco Provincia sito en la intersección de las
arterias Leandro N. Alem y Laprida, en pleno centro de la Ciudad de Lomas de
Zamora (aunque algunos todavía la llamen, irónicamente, por su nombre de
origen: Ciudad de la Paz).
En la esquina de enfrente se encuentra una sucursal
del Banco Nación de la que sale una señora con una cartera que le será
arrebatada por un sujeto que se da a la fuga a pie por la calle Alem en
dirección a la calle Boedo. El suboficial Equis, a pesar de usar uniforme, se
identifica y ordena el alto. El delincuente continúa su huida disparando con su
mano derecha por debajo de su brazo izquierdo hacia atrás. En pleno horario
bancario, la zona es un hervidero de gente. Equis abre fuego y lo derriba. No
lo mató. El delincuente fue a parar al hospital; Equis a tribunales.
Por cuestiones procesales vinculadas a la teoría del delito,
el policía es enviado a la Fiscalía en turno, en Larroque y Presidente Perón
(Camino Negro, INADI approved) en calidad de detenido. La lógica dicta lo
siguiente: para que exista un delito, tiene que haber una acción típica
antijurídica y culpable. No voy a explicar en un texto lo que lleva un par de
manuales, primero porque hay mucha gente que sabe mucho sobre el tema, segundo
porque todavía está bajo discusión filosófica el número de factores, pero
básicamente tiene que haber una voluntad exteriorizada (acción), que dicha acción
esté previamente contemplada en una ley (tipo penal), que a su vez no haya
elementos que justifiquen ese accionar típico (antijuridicidad) para recién ahí
evaluar si se hizo adrede o por imprudencia/negligencia (culpabilidad). Y es en
ese orden: si estaba loco, no hay acción voluntaria consciente, no hace falta
analizar el resto; si no estaba tipificado en alguna ley, no es delito, y así.
En el caso mencionado (que dicho sea de paso, es real),
tenemos tres acciones en un mismo momento. El delincuente que roba, el
delincuente que dispara con clara intención de matar a quien intenta impedir el
robo, y el policía que hiere al delincuente. En el primer punto, están todos
los elementos para llamarlo robo calificado. En el segundo, están todos los
elementos para llamarlo tentativa de homicidio agravado. En el tercer punto
tenemos una acción, un tipo y nos frenamos en la antijuridicidad: se abrió
fuego para evitar un mal mayor, que podría ser la vida de cualquier tipo al que
que se le ocurriera caminar por el centro de Lomas. Nadie habría tenido en
cuenta la propia vida del policía.
Para redondear: Equis fue procesado por el fiscal. La fuerza
policial, en aquel entonces en manos del ministro bonaerense León Arslanián, lo
pasó a disponibilidad y, más tarde, lo echó de la fuerza. Equis tuvo que pagar
hasta el abogado de su bolsillo.
///mas de Zamora, un día perdido de 2003.-
Una comisaría que era una joda loca en una zona residencial
de clase media, no logra/está prendida y no quiere frenar la ola de delitos de
la zona, que van desde las entraderas a viviendas, hasta los asesinatos entre
bandas. Luego de innumerables quejas de los vecinos, el gobierno provincial
cambia a todos los policías de la seccional, del jefe hasta el pibe de los
mandados. Con los viejos no recuerdo que hicieron, pero probablemente los
enviaron a la comisaría de Ingeniero Budge, en el puente La Noria, que por
aquel entonces era donde enviaban a los indeseables para mostrarles la puerta
de salida de la fuerza, con toda la muestra de respeto que ello significa para
los vecinos de la zona. En un par de meses, los nuevos policías de la comisaría
contienen el delito encanando a todos los cacos. Siguiendo la eterna lógica de
tener las cárceles reventadas, todos los presos quedan alojados en los calabozos
de la comisaría. El último en caer era de una banda opuesta a los que estaban
en las celdas. Como quedó detenido de madrugada y había que aguantar los trapos
hasta las 7.30 de la mañana para enviarlos a tribunales, al mono lo dejan
esposado y encapuchado frente a una pared durante unas tres horas. A las 8 de
la mañana declarará en Tribunales lo que le hicieron. El fiscal consideró que
se trató de un tormento violatorio a los derechos humanos y procesó a toda la
comisaría. El comisario, que a esa hora estaba durmiendo, jugando a las cartas
o cogiendo, también fue apartado de su cargo. Un consejo vecinal de seguridad
–esas cosas que hacen los ciudadanos cuando el Estado se ausenta– se movilizó a
tribunales a pedir que no rompan tanto las pelotas y les devuelvan a los canas
que le calmaron el barrio. Fue al pedo.
Ese mismo año, el presidente del consejo vecinal –un
comerciante del barrio– fue interceptado arriba de su camioneta de laburo
intentando ingresar a su vivienda. Supongo que para evitar que se le metan en
la casa, dio marcha atrás. Murió de un tiro en el cuello. Su hija trabajaba
conmigo.-
///mas de Zamora, alguna noche perdida de 2003.-
Fulano va por su décimo novena hora extra (a.k.a. horas
Cores), cuando se enfrenta a un grupo de delincuentes recibiendo un impacto de
bala que lo manda al hospital por varias semanas. Le quitan el bazo. Sobrevive
de pedo, pero sus defensas nunca vuelven a ser las mismas. A Fulano lo
conocíamos todos en tribunales porque, básicamente, su horario “normal” se cumplía
en tribunales. En la calle estaba para hacer un mango más con las extras. Eso
es algo con lo que todos, jueces, fiscales, defensores oficiales, se hicieron
bien los boludos: los policías asignados bajo concepto de “custodia” de la
dependencia que trabajaban de correos de expedientes, atendiendo la mesa de
entradas, llevando el coche del juez al lavadero, o cualquier otra cosa menos
laburar de policía. Para los polis era un negoción, ya que siempre era
preferible trabajar en el edificio que patrullar en un Corsa destartalado con
GNC por Villa Albertina. Para los funcionarios judiciales, siempre propensos a
creer que merecen un plebeyo, el negocio era doble: lo pagaban otros con sus
impuestos.
Fulano laburaba en el juzgado de al lado del mío. Su mujer también
era policía, también trabajaba en tribunales. Les conocíamos todos los
detalles, desde cómo se conocieron hasta cuánto pesó al nacer el bebé que
tuvieron. Fulano se salvó de milagro, pero su salud nunca volvió a ser la
misma. Murió súbitamente un año después, dejando una mujer y un hijo de dos
años.-
///nos Aires, 5 de febrero de 2018.-
El año pasado se cumplieron diez años de la última vez que
laburé en una dependencia judicial. Fueron años de aprendizaje en Lomas de
Zamora y de allí me llevé valiosos recuerdos, mi primer proyecto de familia y
una noción de la miseria humana que, en mi mentalidad de porteñito clase media,
nunca me hubiera imaginado a pesar de haber crecido en un barrio del Estado en
el corazón de Lugano. He visto situaciones absolutamente ridículas, como cuando
en octubre de 2001 una nube blanca cayó cerca de Camino Negro y se mandó a
peritar si era un ataque de Ántrax. Como si luego de derribar las Torres
Gemelas y el Pentágono, Al-Qaeda no tuviera mejores planes que atacar Villa Fiorito,
la paranoia llevó a que por meses abriéramos los sobres con guantes y barbijo.
Nunca se supo oficialmente qué era ese polvo blanco que cayó aquel día. Supongo
que reconocer que a una avioneta se le había caído un cargamento de merca a
cinco mil metros de la Capital Federal, era demasiado.
Por aquellos años de cagarme de calor en verano y de frío en
invierno, vi de todo, pero seleccioné una serie de hechos que se dieron en muy
poquito tiempo para marcar algo: siempre fue igual.
Existía una dualidad personal marcada por el hecho de que
todos los días nos llegaban noticias de policías que terminaban muertos por
delincuentes, o presos por matar delincuentes. El único punto medio era salir
corriendo o hacerse el boludo. Pero al mismo tiempo padecía a la maldita
policía. El extremo se dio una noche en la que fui interceptado por un
patrullero en Gorriti y Camino del Buen Ayre, en la frontera entre Hurlingham y
Bella Vista. Mientras bajaba la ventanilla con los documentos en la mano, me
abrieron la puerta, me bajaron de las mechas, me tiraron al piso y me pusieron
una bota en la cara mientras me daban vuelta el auto buscando no sé qué mierda.
Luego pidieron disculpas diciendo que “habían robado un auto igualito al mío
hacía 15 minutos en San Isidro”. Aparentemente, creían que el Duna levantaba
300 kilómetros por hora. Unas horas antes había tenido que notificar de la
detención a un tipo que había matado de un tiro a un policía de civil que
caminaba de la mano de su esposa y su hija de cuatro años. El hombre no se
había identificado, pero “lo conocía del barrio”. Tiempo después, estando en
turno la secretaría en la que laburaba, me toca tomar declaración indagatoria a
tres tipos presos por encubrimiento. Les habían encontrado un auto utilizado en
un secuestro extorsivo. Los tres eran policías y habían ingresado a la fuerza
hacía unos meses. Los tres tenían antecedentes penales y a nadie le importó. Es
más: uno de ellos había sido echado de otra fuerza policial por delincuente.
Durante los años de Arslanián, la policía era un tema
constante en nuestras conversaciones tribunalicias. Era complicado saber qué
hacer con esa fuerza pero, al mismo tiempo, sabíamos que el ministro no estaba
a la altura de las circunstancias dado que sus soluciones consistían en purgas,
purgas y más purgas y, de vez en cuando, algún delirio como cambiarle los
nombres a las jerarquías, como si decirle Capitán al Comisario Gómez
convirtiera la comisaría de Burzaco en una seccional de California.
Para mejorarla creó la Policía Bonaerense 2 (Nota del autor.
Joven argentino: si tienes entre 18 y 25 años es bueno que sepas que no es una
joda y sí, le puso ese nombre) que convivía con la Policía Bonaerense 1, aunque
usaban otros colores de patrulleros.
Pero lo que más recuerdo de aquellos años era la sensación
de la guerra de todos contra todos en un delirio perpetuo de querer aplicar
soluciones suizas a problemas del conurbano subsahariano. No sólo convirtieron
al Inspector Gómez en Teniente Primero, sino que nos legaron los Juzgados de
Garantías y un código procesal penal tan cuidadoso de los derechos humanos que
se olvidaron del resto de la humanidad que no tuviera que tocar el pianito para
el informe de antecedentes. Podrían haber llamado a los Juzgados “Penal”, o
“Primera Instancia” o de cualquier otra forma, pero en el pináculo del
garantismo, el nombre venía como anillo al dedo.
Básicamente, el mentado garantismo centra su objetivo en
garantizar el cumplimiento del justo proceso, como si ello no fuera de entrada
la función del aparato judicial. Pero con las medidas adoptadas, pronto se
complicó todo.
Desde los medios y la política se le exigió a la policía una
y otra vez que actuaran en la prevención del delito para no lamentar desenlaces
trágicos, mientras eliminaban toda herramienta de prevención. Si un sujeto se
encuentra sentado en la puerta de mi edificio anotando en un cuaderno a qué
hora entra y sale cada vecino, nadie puede hacer nada porque hoy está
prohibido. Si una persona da 32 vueltas manzanas nadie puede pedirle siquiera
el documento de identidad para saber dónde mierda vive. Tecnológicamente se
podrían averiguar los antecedentes de cualquiera de nosotros apoyando el dedo
pulgar en un aparato, pero tampoco está bien visto en el respeto de nuestras
libertades personales, esas mismas libertades personales que el progresista se
pasa por el escroto a la hora de regular qué comemos, qué bebemos, qué podemos
decir y qué está bien pensar. Hoy pareciera que la prevención que se le exige a
la policía es que nos pongan un uniformado a cada habitante y que nos lleve de
la mano a todos lados, pero que no nos rompa demasiado las pelotas.
Los colegas periodistas que trabajan en los mismos medios
que rellenan horas y horas con noticias que nos paranoiquean al nivel de no
querer salir de abajo de la cama, y que como todo juicio de valor siempre
hablan de zonas liberadas, connivencia y falta de ganas de laburar, hoy
rellenan esas mismas horas en analizar la culpabilidad de un tipo que bajó a un
pibe que participó de un robo en el que la vida de la víctima era un obstáculo
a sortear de diez puñaladas. Evalúan la antijuridicidad del accionar del poli
con los parámetros de la jurisprudencia de los últimos años, una jurisprudencia
que desconocen pero que no hace falta explicarles, dado que la mayoría de los
jueces garantistas son tan vedettes que por lo general fallan de acuerdo al
termómetro mediático. Cometen la burrada de creer que la peligrosidad que debía
evaluar el poli sólo era en función de su propia vida y no la de evitar que, en
la fuga, el tipo tome rehenes, se cargue a otro en el camino, provoque un
choque, o realice cualquier otra locura. Lo único que tienen para decir es “la
vida del policía no corría peligro”. Si tomaran noción de cuál es la función
primaria del policía, sabrían que no está ahí para cuidar su propia vida, si no
la de otros.
Y es ahí cuando tomo conciencia de que nuestra verdadera
función como periodistas ya no es buscar respuestas que no tenemos, sino
afirmar verdades que no sabemos, juzgar a todo el mundo y dictar sentencias que
nadie pidió, con la autoridad moral que nos da creernos superiores a cualquier
otro ser humano, incluso esos que se cagan a tiros en situaciones en las que
nosotros haríamos lo mismo, pero sin los tiros.
Lunedi. Dicen que Abraham Lincoln decía que “la más estricta
justicia no creo que sea siempre la mejor política”. Obviamente lo cagaron a
tiros.
Publicado por Lucca
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