Por Martín Caparrós |
Todo empezó con una escena de película mala,
pesadilla peor. Frank Wolek, de 54 años, turista estadounidense, caminaba una
mañana por una calle de la Boca, barrio de Buenos Aires, cuando dos
adolescentes lo asaltaron, trataron de robarle, se enfurecieron con su
resistencia, lo acuchillaron muchas
veces. Los ladrones se escaparon, cada cual por su lado; uno se llamaba Pablo
Kukoc, de 18 años, y se llevaba la cámara de fotos hasta que tres vecinos lo
interceptaron.
Entonces apareció Luis Chocobar, policía de otro distrito, que
salía de su casa. Se acercó, gritó algo, le metió dos balazos: “Disparé porque
se venía contra mí y tenía miedo…”, diría después.
El turista tenía una cuchillada en el corazón pero
se salvó; el asaltante, dos balas que le entraron por la espalda y se murió. El
policía quedó detenido; después se quejaría de que en el calabozo tuvo que
dormir en el suelo. Cuando salió, pendiente de juicio, el presidente Mauricio
Macri lo recibió en la Casa Rosada y le dijo: “[estoy]
orgulloso de que haya un policía como vos al servicio de los ciudadanos;
hiciste lo que hay que hacer, que es defendernos de un delincuente”. Al otro
día se filtró una grabación de
cámaras de seguridad: mostraba que el asaltante corría para escapar y el
policía lo persiguió y le tiró de atrás.
La polémica arreció. La madre de Kukoc, Ivonne,
dijo que lo de su hijo había sido “una pena de muerte sin juicio”
y pidió una audiencia con Macri: quería preguntarle, dijo, “por qué felicitó a
una persona que mató a otra persona”. Las madres de las víctimas tienen su
lugar en la historia y la sociedad argentinas. Pero el presidente no la recibió
y su ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, salió a decir que
“el agente Chocobar actuó en cumplimiento del deber policial […], persiguió al delincuente
hasta hacer cesar el delito con el objetivo de que esa persona no agreda y mate
a otro”. Va de nuevo: “Con el objetivo de que esa persona no agreda y mate a
otro”. Y su ministerio, dijo, lo ayudará en su defensa legal.
La inseguridad suele aparecer en las encuestas como
la primera preocupación —o la segunda, detrás de la inflación— de los
argentinos. Su gobierno actual acusa a su gobierno anterior de haber sido
blando con los delincuentes —de haberles dado demasiadas garantías jurídicas,
de no haber cuidado a sus fuerzas represivas— y, cada vez más, anuncia y
muestra que no hará lo mismo. Está convencido de que sus votantes lo esperan, y
el que lo dice más claro, como suele pasar, es el señor Durán.
Jaime Durán Barba es un curioso personaje:
sociólogo, ecuatoriano, setentón, hedonista, parlanchín, polémico, lleva casi
quince años asesorando a Mauricio Macri, y muchos lo consideran la clave de su
ascenso. Tan Jekyll como Hyde, por un lado arma estrategias propagandísticas donde
cada palabra está pensada al detalle y, por otro, presume de sinceridad brutal.
Hace cuatro años, por ejemplo, el entrevistador de una revista le preguntó por
el difunto presidente Chávez y él dijo que era “un
retroceso a la época en que los presidentes eran dioses y resulta muy incómodo
un presidente así”. “Pero Chávez tuvo un nivel de aprobación altísimo”, le
contestó el periodista.
Y Durán Barba retrucó:
—Sí, como Hitler. Tuvo un enorme nivel de
aprobación y no significa que fue un gran gobierno. Hitler tuvo una aprobación
mayor que la de Chávez, 90 por ciento.
—No son comparables.
—¡No! ¡Hitler era un tipo espectacular! ¡Era muy importante
en el mundo!
—¡Pero mató a seis millones de judíos!
—Y este expulsó a la mitad de los judíos de
Venezuela. ¡Ojo, ojo!
La semana pasada el hombre que dice lo que otros
solo piensan explicó la situación en
un programa de radio: “Hemos medido la angustia de la gente frente al delito.
Hay mucha gente, sobre todo en los sectores populares, que siente que no puede
salir de su casa, que la matan cuando va a comprar algo a la esquina, barrios
que están sitiados por los delincuentes”. Durán hablaba de un hecho innegable:
en la Argentina, en los últimos 32 años, el delito creció diez veces más
que la población; para sorpresa de sus dirigentes, que construyeron
un país más desigual y más excluyente creyendo que tendrían sus ventajas, pero
no sus peligros.
Durán hablaba, también, de esos sectores
—“populares”— a los que su gobierno no parece favorecer, sectores tocados por
la crisis económica permanente, sectores que su gobierno debe atender de algún
modo. “La gente lo que pide es que se reprima brutalmente a los delincuentes.
Yo no estoy de acuerdo, pero hemos hecho encuestas en Argentina, en México, en
Brasil y la inmensa mayoría de la gente quiere la pena de muerte”, remató.
Durán Barba es el exponente más visible y exitoso
de eso que he llamado la democracia encuestadora.
La política solía consistir en grupos de personas
—los llamados partidos— que se unían porque tenían una idea común sobre cómo
debía ser su sociedad. Entonces se organizaban para tratar de convencer a
muchos más de que esa forma era mejor e intentaban realizarla por los medios
que imaginaban convenientes —elecciones, insurrecciones, guerras—. La
democracia encuestadora consiste en personas que no tienen más proyecto que el
poder y, para conseguirlo o mantenerlo, creen que lo mejor es averiguar, por
medio de encuestas, qué pretenden los electores y adaptarse a eso. Su actividad
principal consiste en estudiar esas encuestas y decir lo que les dicen que su
público espera oír: un círculo bastante vicioso.
La pena de muerte —que Durán Barba ha vuelto a
poner en el tapete— es uno de los últimos bastiones que resisten a la fuerza de
la democracia encuestadora. La pena de muerte da bien en las encuestas: la
mayoría de nuestras sociedades se muestra a favor. Y, sin embargo, hace más de
quince años que el único país del continente que mata reos es Estados Unidos.
Lo cual cuestiona a la democracia encuestadora o, incluso, a la definición
básica de la democracia: el régimen en que se hace lo que quiere la mayoría.
La pena de muerte es una feliz excepción, un límite
de la razón democrática: la defensa de un principio por encima de la voluntad
mayoritaria. Es saludable —no parece haber nada más repelente que un Estado que
mata—, pero extraño: ¿quién tiene el privilegio, quién se arroga el derecho de
decidir qué está por encima de esa voluntad y qué no? ¿Qué otras cosas podrían
decidir? ¿Qué pasará cuando algún partido de América Latina argumente que la
mayoría de la población quiere pena de muerte y que, por lo tanto, su
obligación democrática es impulsarla? ¿Sería antidemocrático rechazarla si la
mayoría la vota? ¿Para ser realmente demócratas tendríamos que aceptar que el
Estado mate porque el pueblo lo quiere?
Y, por fin, en voz baja: ¿es cierto que el pueblo
—la mayoría— siempre tiene razón?
© The New
York Times
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