Por Ricardo Gil Lavedra |
El 8 de diciembre pasado, Luis Chocobar, oficial de la
policía local de Avellaneda, le dio muerte, al intentar detenerlo, a uno de los
asaltantes que había acuchillado a un turista estadounidense para sustraerle
una máquina fotográfica. Este lamentable episodio ha suscitado un intenso
debate público, que parecía superado, acerca de los límites que deben observar
las fuerzas de seguridad en el empleo de armas de fuego, así como de la
conveniencia de que en estos casos se presuma la legitimidad del accionar
policial.
En este debate, algunas voces afirman incluso que existiría
una mirada prejuiciosa de los jueces en contra de las fuerzas de seguridad y en
favor de los derechos de los delincuentes, lo que habría provocado un aumento
de los hechos de violencia.
Todas estas posiciones pueden considerarse separadamente.
Por un lado, el caso concreto del oficial Chocobar, que originó la polémica y
el papel que en su dilucidación corresponde a los jueces. Por otro lado, la
necesidad o no de modificar nuestro derecho positivo que ya contiene las reglas
necesarias para la solución de todos estos casos, reglas que se encuentran en
armonía con los principios universales en materia del uso de la fuerza por
parte del Estado. Por último, dada la complejidad e importancia que tiene la
cuestión de la seguridad ciudadana es fundamental recordar que la solución de
este problema no puede sostenerse con el viejo y demagógico argumento de que la
mayor punición de los delitos y el otorgamiento de más facultades a la policía
mejoran la seguridad.
Veamos el primer punto. La aplicación de la ley, en
cualquier supuesto, requiere siempre dejar establecidos con precisión los
supuestos de hecho sobre los que recaerán las normas en juego, incluso la
acreditación de la voluntad de realización del autor. Mucho se ha dicho con
relación con lo ocurrido con Chocobar, pero podríamos agrupar las opiniones en
dos vertientes. Una, que le salvó la vida al turista atacado repeliendo la
agresión, tratándose entonces de una legítima defensa de terceros, o bien que
se trató del cumplimiento del deber de detener al ladrón. Otra, que disparó a
la espalda del ladrón cuando este huía, lo que constituiría un homicidio
cometido en evidente abuso en sus funciones.
Pues bien, según surge del relato de los hechos que se hace
en la sentencia del juez de primera instancia, la agresión al turista
norteamericano había cesado cuando Chocobar apareció en escena (incluso unos
vecinos ya habían auxiliado a la víctima y recuperado lo robado). Luego de
identificarse, Chocobar comenzó a perseguir al delincuente, dio la voz de alto
y efectuó los dos disparos que hicieron cesar la fuga (uno de ellos mortal).
Por supuesto el policía tiene el deber legal de aprehender a los autores de un
delito grave. Pero no parece que al momento de los disparos hubiera agresión
ilegítima actual alguna.
En su declaración Chocobar afirmó que pensó que el
delincuente, armado con un cuchillo, giraba para atacarlo o bien atacar a otras
personas, y dijo que apuntó de la cintura hacia abajo porque su intención no
fue matarlo. La credibilidad y razonabilidad de estos dichos, que podrían
conducir a un supuesto de legítima defensa putativa (por error) o a la
conclusión de que estaba autorizado a disparar para evitar la fuga, deben ser
establecidas exclusivamente por los jueces de la causa. No corresponde a ningún
otro poder del Estado valorar las constancias del expediente y la eventual
responsabilidad del imputado. El genuino respeto a la independencia de los
jueces es evitar influir en las decisiones de los jueces, dejar que libremente
decidan lo que entiendan que por derecho corresponda de acuerdo con los hechos
de la causa.
Ahora bien, no es necesaria ninguna protección especial ni
la sanción de ninguna nueva norma para revisar el accionar policial. Como en
cualquier caso, la acusación deberá probar que la actuación de algún
funcionario policial es ilegítima. Pero presumir de modo absoluto que la
policía siempre está en lo correcto es abiertamente inconstitucional. La policía
tiene una función social esencial en una sociedad. Su tarea consiste en
prevenir la comisión de delitos, hacerlos cesar y aprehender a sus autores.
Para cumplir este mandato puede hacer uso de la fuerza, incluso de armas de
fuego de poder letal. Pero la fuerza utilizada no puede ser discrecional ni
ilimitada. El Estado, a quien representa el policía, debe usar la fuerza de
modo racional y proporcional al mal que se procura evitar. La estrictamente
necesaria en cada caso y la menos lesiva.
El Código de Conducta para funcionarios encargados de hacer
cumplir la ley de Naciones Unidas, recogido en nuestra legislación durante el
gobierno de Raúl Alfonsín en la ley de seguridad interior, establece que la
fuerza se usa solo cuando sea estrictamente necesario y que las armas de fuego
constituyen una medida extrema en caso de resistencia armada o de peligro para
la vida y de que no pueda detenerse al delincuente con medidas menos graves.
Esto ha sido reiterado en los principios básicos sobre el empleo de la fuerza y
las armas de fuego, también de Naciones Unidas.
Las mencionadas reglas han sido receptadas en nuestro orden
jurídico e incluso reguladas con mayor detalle en distintos programas,
reglamentos, protocolos y manuales de instrucción. En este sentido, en la
provincia de Buenos Aires, la ley 13.482, aplicable a las distintas policías,
establece en el art. 13 inciso i que solo se podrá recurrir a armas de fuego en
caso de legítima defensa propia o de terceros o de un peligro grave, inminente
y actual para la vida. Agregando que cuando exista riesgo de afectar la vida
humana, el policía debe anteponer la preservación de ese bien jurídico al éxito
de la actuación o la preservación del bien jurídico "propiedad".
La seguridad constituye un derecho humano fundamental, que
es precondición necesaria para el disfrute pacífico de otros derechos. Un bien
público que debe ser provisto por el Estado. El Informe Regional 2013/2014 del
PNUD, dedicado a la seguridad ciudadana, asevera que la cantidad de hechos de
violencia, robos callejeros, delincuencia organizada, corrupción y elevada
impunidad son un obstáculo para el desarrollo y afectan a la gobernabilidad
democrática. Pero se trata de un fenómeno complejo que requiere un enfoque
global que comprenda simultáneamente la ejecución de políticas de inclusión y
el mejoramiento de los mecanismos de control formal del delito (policía,
Justicia y cárceles).
La policía debe ser modernizada, capacitada y
profesionalizada. Hay pasos auspiciosos en este sentido. Se están recuperando
las estadísticas criminales, presupuesto fundamental para establecer políticas,
y las fuerzas de seguridad han mejorado sus niveles de eficacia, especialmente
en la lucha contra el narcotráfico. Asimismo, el sistema de Justicia Penal
inicia este año una profunda reforma que impulsa el Gobierno, con la postergada
sanción de un nuevo Código Penal y un verdadero cambio de modelo en el
juzgamiento de los delitos.
Los argentinos hemos experimentado y padecido las llamadas
política de mano dura o de demagogia punitiva, sabemos a lo que conducen: lejos
de disminuir los niveles delictuales, generan más violencia y riesgos para los
habitantes. No se debe recurrir a la ilusión del marketing político; es
necesario enfrentar la inseguridad con políticas públicas integrales, estables
y serias.
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