Por Arturo Pérez-Reverte |
Pues aquí estoy como cada día, ganándome el jornal.
Dándole a la tecla desde las ocho y media de la mañana, más o menos, tenga o no
tenga gana. Al fin y al cabo esto no es un arte sino un oficio: el de contar
historias lo mejor que uno puede. Luego, hacia las dos y media, haré una pausa
para comer y por la tarde corregiré lo escrito esta mañana, o leeré un rato,
seguramente algo relacionado con lo que escribo. Tengo a mi personaje en
situación incómoda y rumbo a una cita complicada. Me acosté anoche pensando en
la escena a desarrollar hoy, como suelo hacer, y cuando me dormí creía tenerlo
claro.
Pero ahora compruebo que no, y las quince líneas que llevo escritas me
parecen simple relleno. No veo al personaje, ni él a mí. Y además, como a él,
me duele la cabeza.
Tengo una ventaja. Llevo treinta años escribiendo
novelas, y me he visto muchas veces en esta situación. Sé que es cuestión de
darle oportunidad a mi estúpido cerebro para que encuentre la solución
adecuada. Debo sacar al personaje del hotel Madison de París y llevarlo a Les
Halles sobre las doce de una noche de mayo de 1937. Era una ciudad diferente,
claro. No había tanto coche, ni tanto turista. Hasta la luz era distinta. Todo
lo era. Pero hoy no consigo describir lo que quiero sin caer en clichés. Ésta
no es una novela que admita descripciones largas, y sin embargo necesito que el
lector sienta lo que el personaje, vea la ciudad con sus ojos. Necesito darle
información, pero sólo la imprescindible. Los diálogos que vienen después los
tengo claros, funcionarán casi con toda seguridad. Pero me falta llegar ahí. No
sé cómo diablos resolver la transición en un párrafo breve, creíble, eficaz.
Resumiendo, no soy capaz de escribir cinco o diez buenas líneas.
Me levanto –al lugar donde trabajo lo llamo la bodega–
y subo a la cocina, procurando no distraerme con la luz hermosa que ilumina el
jardín. Allí me tomo un Actrón y un café descafeinado y regreso a la zona de la
biblioteca y la mesa de trabajo. Me siento ante el ordenador y lo intento de
nuevo, sin resultado. Lo que me sale lo he escrito ya innumerables veces. Son
lugares comunes, recursos fáciles. Si aliquando dormitat Homerus,
calculen la de veces que dormito yo. Así que blasfemo en arameo, en voz alta y
clara, y vuelvo a levantarme. El analgésico empieza a hacer efecto, y al fin se
me ocurre lo que debería habérseme ocurrido hace rato. Preguntar a los
maestros. A los que saben. Así que subo a la biblioteca y llamo a su puerta.
Toc, toc, toc. Maestro Fulano, maestro Mengano. Soy Arturo y tengo un problema.
Échenme una mano, por favor.
Y ahí están ellos. Serenos y lúcidos como siempre.
Ahí está el viejo Conrad, ese maestro leal que envejece conmigo y en el que
cada vez que abro uno de sus libros encuentro todavía algo que no había visto
antes. También están los compañeros de viaje de esta novela concreta, pues cada
una suele tener los suyos. Unos son fijos y otros son ocasionales. Entre los
primeros, toqueteo libros de Somerset Maugham, Hemingway, Dos Passos, Ambler.
De los segundos, hago incursiones por párrafos subrayados a lápiz en Harold
Acton, John Glassco, Maurice Sachs, Julio Camba, Paul Morand. A todos interrogo
con la humildad profesional de quien sabe muy bien lo que debe a uno mismo y lo
mucho, o casi todo, que debe a otros. Y ellos, siempre generosos, con el afecto
de quien se dirige a un alumno que los honra y respeta, sonríen y dicen: ven
aquí, chaval. Fíjate en esto. En aquello. Yo tuve ese problema y a mi vez fui a
preguntárselo a Dostoievski, y a Galdós, y a Cervantes, y a Virgilio. Prueba a resolverlo
de este modo, anda. O de este otro.
Y al fin lo veo, o creo verlo. Regreso al teclado
del ordenador, extiendo el mapa de Les Guides Bleus de París de 1937, y le
aplico una lupa de buen aumento. Después miro un libro de fotos de Robert
Doisneau para averiguar si el suelo en esa zona era entonces de adoquines o de
asfalto. Y así descubro de pronto lo que mis dedos apresurados aciertan a
escribir tras eliminar todo lo escrito antes: «La humedad del río,
entre cuyos muelles flotaba una ligera bruma, hacía relucir el asfalto y
difuminaba la luz amarilla de las farolas cuando cruzaron el Sena por el Pont
Neuf». Eso es todo, pero es suficiente. Esas dos sencillas líneas acaban de
resolver el problema que me tuvo casi dos horas bloqueado. Y entonces, seguro,
feliz, tras dirigir una mirada cómplice a los amigos que me sonríen desde los
estantes de la biblioteca, respiro aliviado y sigo adelante con la novela.
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