Por Laura Di Marco
Qué suerte que ahora todos en mi gobierno quieran
ir contra la mafia sindical. Durante estos dos años, siempre decían que no era
el momento. Tenían miedo. Se la extraña a Lilita". Con Elisa Carrió de
vacaciones, ese fue el mensaje que un dirigente "lilista" recibió
esta semana en su celular de una conocida espada femenina de Cambiemos.
Efectivamente, Lilita, como Graciela Ocaña, fue pionera en la embestida contra
los patriarcas sindicales, los verdaderos intocables.
A la lista habría que sumar a Patricia Bullrich,
cuando era ministra de Trabajo de la Alianza. Más allá de las controversias
actuales en torno a las políticas de seguridad, hace 18 años los enfrentó casi
en soledad. En cambio, Macri recién ahora decidió ir a fondo, cuando quedaron
públicamente expuestos la extorsión y el endurecimiento de ese sector del
gremialismo, acostumbrado a condicionar a la democracia. Durante estos dos
años, sin embargo, solo intentó negociar administrando el statu quo.
Incluso con el clan Moyano.
Efectivamente, hay dos Macri. Uno que se entusiasma
con la nueva política y otro que se refugia en lo viejo conocido. Una
ambivalencia que explica sus intentos de sostener a un insostenible Triaca, a
pesar del nepotismo explícito que destapó el escándalo con su exempleada: ese
nepotismo que los votantes de Cambiemos tanto le reprocharon al kirchnerismo.
Como siempre susurra una macrista de la primera hora: "Cuando Mauricio se
asusta, se recuesta sobre el lado oscuro".
Lo últimos caídos en desgracia, como el
multimillonario Marcelo Balcedo; los dirigentes de la Uocra de Bahía Blanca,
acusados de extorsión y asociación ilícita, o el Pata Medina son gremialistas
de la provincia de Buenos Aires, la tierra de María Eugenia Vidal. Ya en el
arranque de su mandato, la gobernadora se había metido con otro poder oscuro,
sin el explícito aval de Macri: la bonaerense. O La Salada, un enclave mafioso
alimentado por el trabajo esclavo con el que nadie se atrevía. Unos escalones
más abajo, Laura Alonso había arrancado, a mediados de 2017, con dos movidas
solitarias desde la Oficina Anticorrupción (OA): la modificación de la ley de
ética pública para que los sindicalistas presenten declaraciones juradas y un
proyecto para que los presidentes de las obras sociales -las cajas sindicales-
hagan público su patrimonio. Entonces no había ningún guiño desde el Ejecutivo:
el Presidente y los ministros del área estaban enfocados en sacar la reforma
laboral. El combo de la OA se enlaza ahora con un proyecto de la diputada
radical Soledad Carrizo que busca limitar los mandatos de esos jerarcas
eternos.
La demanda ética fue un encargo de los votantes de
Cambiemos y, al frente de esedelivery, las mujeres se hacen más visibles
que los hombres. Las más descollantes son, indudablemente, Vidal y Carrió. Una
hipótesis que, en el arranque del nuevo milenio, había diseñado el sociólogo
francés Alain Touraine, cuando bautizó al siglo XXI como el "siglo de las
mujeres", vaticinando una transformación social de la mano de ellas,
nuevas protagonistas de un cambio de paradigma. Brotes que se dejan ver en
otras democracias, como la norteamericana, donde la energía femenina es la
principal fuerza opositora al gobierno de Trump. El movimiento #MeToo e,
incluso, la carta de las intelectuales francesas poniendo matices a la ola de
denuncias de abuso y acoso también forman parte de esa revolución silenciosa.
No solo hay celebridades en el banquillo, sino también viejas certezas que,
hasta hace muy poco, parecían verdades inamovibles.
Naturalmente, el solo hecho de ser mujer no es
garantía de una metamorfosis democrática ni ética. La presidencia de Cristina
Kirchner fue más producto del patriarcado que de otra cosa. Designada a dedo
por el marido, siempre subordinada a él, avaló sus tramas mafiosas y, ya en su
viudez, se encaramó en un populismo autoritario.
Incluso después de la muerte de Kirchner siguió
buscando la protección intelectual y política de dos hombres: Verbitsky y
Milani. Todo al revés que Hillary Clinton, que afrontó las primarias para
llegar a su candidatura y, paradójicamente, con su derrota, ayudó a la
consolidación del nuevo movimiento de mujeres políticas en Estados Unidos. Lo
femenino no implica necesariamente una transformación social aunque,
potencialmente, son ellas quienes están en mejores condiciones para mirar el
mundo -un mundo que hicieron los varones- con otros ojos.
Por eso acierta Jaime Durán Barba cuando las define
como catalizadoras de un cambio cultural. No porque sean mejores, sino porque
son nuevas en el juego grande del poder. Y, tal como sucede con los jóvenes,
aún son capaces de ver -y sobre todo de incomodarse- con la psicopatía de
un statu quo que los hombres han naturalizado simplemente
porque se criaron allí, inmersos en esa gran familia disfuncional.
Los síntomas de semejante mutación parecen ser
transversales. A fines del año pasado, la dirigente kirchnerista Gabriela
Cerruti sorprendió con un tuit elogioso hacia la gobernadora bonaerense, que se
había bajado del auto para encarar a un grupo de guardavidas que le trababan el
paso con un reclamo sindical. "La actitud de María Eugenia Vidal bajando y
resolviendo es de mujer líder y fuerte -escribió Cerruti-. Muchos varoncitos
hubieran llamado a la Gendarmería para que reprimiera en su nombre".
La palabra "feminismo" empezó a cambiar
de connotación. No solo fue la más buscada, en 2017, en el diccionario
norteamericano Merriam Webster, sino que también en la Argentina el término
empieza a despojarse de su mala prensa tomando distancia de las caricaturas
radicalizadas. Muchas adolescentes y jóvenes sub-35 se asumen, sin tanto
prejuicio, como feministas. No como sinónimo de lucha contra los varones, sino
de activismo por los derechos de la mujer. En los colegios secundarios
estatales de la ciudad de Buenos Aires, despunta una novedad en el territorio
de la adolescencia: los varones feministas. Las grandes editoriales argentinas
confirman esas preferencias: el feminismo es una nueva tendencia de lectura
desde hace, al menos, dos años.
La innovación cultural hace crujir estereotipos,
como aquella vieja prescripción de las abuelas de que las mujeres deben
mostrarse "un poco tontas", siempre menos inteligentes que ellos,
para no "asustar" a potenciales maridos. Una creencia que logró
trasladarse al sentido común y que, sorprendentemente, permeó en los consultorios
de terapeutas y consejeros del corazón. Ser tonta -o aparentar serlo para ser
aceptada- no es muy compatible con ser una política exitosa. En 2015, en plena
carrera por la gobernación bonaerense, esos prejuicios teñían la figura de
María Eugenia Vidal a pesar de que fue finalmente ella quien terminó
catapultando a Macri a la presidencia. Sin embargo, los ojos del machismo
cultural, de varones y mujeres, la veían tonta.
Ese es, tal vez, el riesgo en el desarrollo de un
nuevo paradigma cultural y político. La misoginia interior, la de las propias
mujeres que atacan, envidian inconscientemente o desvalorizan a sus congéneres.
Así lo advierte la escritora norteamericana Susan Brownmiller, una referente
del movimiento feminista norteamericano. En la Argentina, el destino de ellas dentro
de la coalición oficialista -sobre todo de Vidal y Carrió- también será un
indicador para medir si esa energía femenina -ese poder invisible que muchas
veces empuja a Macri- se amplía o retrocede. La vieja política sigue latiendo
dentro de la nueva.
© La Nación
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